La senda perdida
A veces tengo la impresión de formar parte de una cultura -la de expresión catalana- que recibe el hachazo de todas las epidemias, como aquel niño de constitución débil que agarra, a pesar de los abrigos y las vitaminas con que la madre pretende protegerlo, todas las gripes y pulmonías. Pienso esto con frecuencia, aunque, por miedo a verbalizar lo irremediable, no me había atrevido a escribirlo. He vuelto a pensarlo al leer en estas mismas páginas la información de Mar Padilla sobre la caída en picado de los estudios de filología catalana. Sólo el 37% de las plazas ofertadas se ha cubierto (un desnivel entre oferta y demanda que sitúa la filología catalana casi al nivel de las especialidades eslava y hebrea). Sólo 127 jóvenes han iniciado este curso el estudio filológico de una lengua que, siendo la propia del país, pierde a ojos vista prestigio social, energía creativa y capacidad de enganche. Ciertamente, esta caída en picado no es exclusiva de la filología catalana. Los estudios de la francesa están por los suelos. ¿Y qué decir de las lenguas clásicas, barridas ya del bachillerato? La española desciende casi a la mitad en cuatro años. Parecidas cifras se dan en las restantes especialidades humanísticas. En todo el mundo están en situación crepuscular, sometidas a una presión funeral, que no es otra que la del mercado.
Sólo 127 jóvenes han iniciado este curso el estudio filológico del catalán, una lengua que pierde prestigio social y energía creativa
Razona Milan Kundera, citando a Husserl, que la crisis de las humanidades es hija, no de los tiempos actuales, sino de Galileo y Descartes. A partir de ellos, el mundo queda "reducido a un simple objeto de exploración técnica y matemática" y excluye del horizonte "el mundo de la vida". El racionalismo científico rompe con una inquietud que los griegos habían desarrollado gozosamente: "la pasión por el conocimiento". Esta pasión griega no pretendía resolver necesidades prácticas o concretas: era gratuita y total. Los griegos fueron, en efecto, los primeros en comprender el mundo en su conjunto. Y lo comprendieron en forma de interrogante. También el racionalismo científico, que nace en la era moderna, se plantea interrogantes. Y no uno: muchísimos. A casi todos responde con éxito y precisión. Cada nueva respuesta concreta es un paso más en el túnel de una especialidad. A través de los túneles especializados, se aleja la ciencia cada vez más del mundo en su conjunto. En su fabuloso progreso, la técnica y la ciencia pierden de vista también "al ser que está en el mundo". El "ser" es olvidado, dice Kundera, parafraseando a Heidegger, hasta tal punto que, finalmente, se ha convertido en "cosa", en una "simple cosa en manos de fuerzas (las de la técnica, de la política, de la historia) que le exceden, le sobrepasan, le poseen".
Paradójicamente, sigue Kundera, la era moderna, la del progreso científico, es también la era de Cervantes, de la novela moderna. Los cuatro siglos de la historia de este género literario pueden ser descritos como la "exploración del ser olvidado". Cervantes explora la aventura; Balzac, el arraigo del hombre en la historia; Flaubert, lo cotidiano; Tolstoi, la fuerza de lo irracional, Proust, la vivencia del pasado; Joyce, la del presente (y, añado yo: Kertész la imposibilidad de encontrar un sentido al sufrimiento de las víctimas; Coetzee, el descubrimiento del otro, del negro, del distinto, y no como consecuencia de un gesto solidario, sino como una necesidad del solitario). Etcétera. Kundera no habla para especialistas en literatura, está hablando de cómo las humanidades siguieron, durante siglos, la senda griega, la que impulsaba a rescatar al hombre del olvido y a buscar respuesta a una sed que las cada vez más precisas, más exactas y mejores respuestas de la técnica no consiguen saciar.
Un nuevo factor ha terciado en el debate entre progreso técnico y humanidades. Se trata de los medios de comunicación, que reinan en la sociedad llamada del ocio y presiden el sector de las industrias culturales. También Kundera explica su función principal: reducir la complejidad del mundo, comprimir en pastillas rápidamente consumibles la ambigüedad del arte y de la literatura, aplastar la sutilidad de la visión poética, irónica, trágica o ética de la existencia. Las humanidades son víctimas hoy en día, no solamente del sentido práctico que ha impuesto la razón económica, sino fundamentalmente del lenguaje de los medios. Clichés repetidos hasta la saciedad, lluvia de tópicos, zapping mental, síntesis apresuradas, léxico gastado, obligación de la amenidad, horror vacui, incesante charloteo, trivialidad. Con delicadez y precisión, se refería Eduardo Mendoza, a propósito del Nobel Coetzee, a los peligros que acechan a la literatura: la trivialización y la pérdida de autoridad moral. Fagocitada por el formidable estruendo mediático, que todo lo reduce y todo lo plancha con la misma intención, la cultura humanística está perdiendo el espacio que ha defendido con uñas y dientes durante siglos.
Naturalmente, algunas razones económicas y sociales explican la falta de vocación intelectual de los jóvenes catalanes hacia su lengua y su literatura: las salidas laborales están bloqueadas, los estudios de filología catalana son necrófilos y tienden al historicismo (en el que los valores estéticos se confunden o se desprecian). También existen razones políticas. Es una formidable paradoja lo que ha pasado durante estos años de autonomía con la lengua catalana: ha perdido el prestigio acumulado a lo largo del siglo XX (Maragall, Carner, Riba, Espriu, Pla, Villalonga, Rodoreda, etcétera) y eso explica el pesimismo ante el futuro que se ha generalizado entre los observadores; y sin embargo, ha sido y sigue siendo un eficaz instrumento de batalla que ha permitido al nacionalismo gobernante practicar el fuera de juego con las fuerzas políticas que, en virtud de los sectores sociales a los que se dirigen, deben actuar de manera más equilibrada y sutil. La lengua ha perdido, pero el nacionalismo ha ganado. La política cultural de Pujol ha premiado, en perfecta sintonía con el presente mundial, la cultura populista y mediática, cosa perfectamente explicable, pero ha olvidado por completo a los creadores, que, con mínimas excepciones, tienen (tenemos) que pugnar en el inmenso ring del libre mercado, a pelo, es decir, sin un mísero taparrabos.
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