'Goodbye, Lenin!'
La película Goodbye, Lenin!, que acaba de ganar el Premio del Cine Europeo, cuenta la historia de una familia de la República Democrática Alemana que, poco antes de la caída del muro de Berlín, cambia radicalmente su vida. Dos hermanos, un chico y una chica, educados en la pedagogía comunista, asisten al rápido deterioro de una sociedad fracasada. El padre se ha marchado al otro lado (versión capitalista del lado oscuro) y la madre es una tenaz activista del partido que todavía cree en el sueño igualitario. Unas semanas antes de la caída del muro, la madre entra en coma. Durante ocho meses permanece en el hospital, apeada del mundo. Entretanto, se inicia la reunificación y Alemania levanta, sobre los escombros del muro, una de sus mutaciones más transcendentales. Cuando vuelve en sí, los médicos recomiendan a los hijos que evite las emociones fuertes. El hijo, recurriendo a una trama de picaresca neorrealista, recrea la inexistente Alemania que conocía su madre para que crea que nada ha cambiado. Las mentiras crecen hasta simular que el gran cambio ha sido que, hartos de depravación moral, los capitalistas han decidido emigrar en masa al paraíso comunista.
El acierto del director Wolfang Becker consiste en que, en lugar de hurgar en el lado más detestable del sistema, da voz a quienes, por interés o idealismo, creyeron en él o tuvieron que soportarlo. Lo hace con la metáfora de la mentira, institucionalizada por el poder y perfeccionada por sus súbditos. Un día, la madre consigue levantarse de la cama, sale a la calle y descubre un festival de transacción compulsiva decorado con anuncios de Coca-Cola. La imagen más bella de la película es la de un helicóptero del ejército unificado llevándose por el cielo una gigantesca estatua de Lenin, con el dedo intimidador de cuando, en Petrogrado (1917), dijo: "Queridos camaradas, soldados, marineros y trabajadores: me siento feliz al saludaros en nombre de la victoriosa revolución rusa, de saludar en vosotros a la vanguardia del ejército proletario internacional".
"No pretendo que sea símbolo de nada", ha dicho su director. La película no lo es. Vuelves a darte cuenta de que, para mucha gente, fue más duro no ser comunista en países comunistas que serlo en países capitalistas. Los referentes de esas adolescencias se presentan en toda su candidez, sin más heroísmos que unos valores más ligados al instinto de supervivencia que a la revolución. Las imágenes de Lenin sustituyen a las de los santos. Los milagros son patrimonio de cosmonautas que acabarán siendo taxistas y la retórica del Comité Central ejerce de catequesis. Que, al igual que en Kamchantka o No todo el mundo ha tenido la suerte de tener unos padres comunistas, el relato nazca en los ojos de un inocente refuerza la eficacia de la película. No se trata de venganza ni de perdón, sólo de recordar un mundo que fingió acatar la superioridad de los atletas y los cosmonautas. Un mundo de colas que desmentían manipuladas versiones de la historia, donde se observaban con una mezcla de asombro y temor los desfiles militares, disuadidos no sólo por el armamento, sino también por los abrigos de aquellos mandamases abotargados (por el vodka o la megalomanía, menuda grandeza). Este mundo que, en una irreverente y extravagante aproximación nostálgica, Boris Izaguirre retrata en su libro Fetiche: "Triste metáfora final la del comunismo: terminar en momia cuando había nacido fantasma".
Para los que directa o indirectamente conocimos aquel mundo, son simples referentes de una educación sentimental tan defectuosa como respetable. De la RDA se contaban muchos chistes. Recuerdo uno en el que la gracia consistía en que el primer premio era un viaje a la RDA; el segundo premio, dos viajes a la RDA, y el tercero, tres viajes a la RDA. Para mí, era un lugar del que a veces me llegaban sellos en los que se veía esa bandera tecnológico-proletaria; o el rostro de Honecker; o el perfil, retocado por maquillajes pre-Photoshop, de un Lenin tan idolatrado como la cruz de Cristo (no sé qué fue de aquellas colecciones de sellos coreanos, albaneses, rumanos). Goodbye Lenin! me ha devuelto parte de esos recuerdos. Sin hacerme sentir ni culpable ni orgulloso, sólo identificado con esa imperfecta peripecia humana y emocionado por la última escena. En una azotea de un edificio del Berlín eufórico y reunificado, el hijo vulnera la normativa y lanza las cenizas de su madre al espacio. Prepara un cohete casero, ante la presencia de un grupo de familiares y vecinos, sobrevivientes no sólo del comunismo, sino también de su desaparición. Con los ojos levantados hacia ese espacio que surcaron Gagarin y Tereshkova, rinden un último tributo a una militante que combatió sus miedos y secretos con el inquebrantable antídoto de la esperanza.
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