El hombre que se quiere acostar
Ya ha naufragado dos veces y cree que le falta otro naufragio para convertirse en inmortal. Tuvo también un naufragio chiquito, a los 31 años, cuando quiso nadar como su novia, Pepa Ramis, y se agotó antes de emprender la vuelta. Ella, mallorquina, campeona de natación, sería luego su esposa, y esa vez le salvó la vida salvándole también del ridículo.
Nació en Jerez hace 77 años, así que pertenece a la generación de los poetas del 50; como todos ellos, ha bebido mucho, y tiene este pareado para prevenirse de los que no prueban gota: "Desconfío, y creo / que no me equivoco, / de la gente que habla mucho / y bebe poco". Él bebe manzanilla: es el único alcohol que da negativo en los controles.
Ahora le publica Seix Barral sus poesías verdaderamente completas (Somos el tiempo que nos queda), mañana ofrece un recital en la Casa de América, y el fin de semana próximo, la Universidad de Cádiz ("una ciudad favorita") le hace doctor honoris causa. Caballero Bonald cree que todos estos honores se los debe a la vejez, y ante ellos se siente ahora agradecido, pero igual de indiferente que ante la ya lejana votación que le mantuvo fuera de la Academia de la Lengua.
Y se niega a hablar de lo que no quiere con la misma energía con la que se siente presa de ataques de cólera. Es un hombre escueto, preciso; cuando dice que no está dotado para escribir mal, simplemente se está describiendo, porque tampoco está dotado para la vanidad, aunque sí para el orgullo.
Aborda la edad como un resistente, "con ironía y con inteligencia", dice el poeta Luis García Montero, que todos los años comparte con él el aire de Sanlúcar. Cuando le preguntas qué tal, responde, preciso: "Lo mismo de mal que ayer, envejeciendo". Eduardo Mendicutti, novelista del mismo territorio, le ve allí como si fuera parte del Coto de Doñana: inventó su textura y su esencia en Ágata ojo de gato, acaso la novela que fundó el realismo mágico. Allí, en Sanlúcar, se viste de marino, que es la encarnación en la que se siente más auténtico.
Está convencido de que existió antes, y se ha visto él personalmente en un cuadro de un primitivo catalán; él está allí, como era de joven, con la misma señal que distingue su frente. Cuando se vio así representado sintió un escalofrío. Pero no ha vuelto a ver el cuadro: le resultaría insoportable que ese personaje pintado apareciera ahora igual de viejo que él.
Está aburrido, a punto de irse a la cama, a quedarse ahí para siempre. Al menos cinco de los Bonald de su familia se sintieron igual de deprimidos que él ahora mismo y se metieron en la cama. Fueron los acostados de los que él habla en su primer tomo de memorias, Tiempo de guerras perdidas. Ahora mismo, él se metería en la cama, y si no se ha metido antes ha sido porque tiene familia e hijos, "y les hubiera dado un mal ejemplo".
Ha conseguido hacer dos libros de memorias -el citado Tiempo de guerras perdidas y La costumbre de vivir- sin alcanzar el grado cero del cotilleo, contando sólo lo que considera suficiente y llegando al borde de los conflictos -su relación con los Cela, en Mallorca- con una delicadeza que usa incluso para señalar heridas. Es muy privado: cuando la primera mujer de don Camilo declaró los amores que sintió por él, Caballero reaccionó con inquietud y con pudor. A él nunca se le hubiera ocurrido una revelación de ese género, y sus memorias tienen mucho más de mil páginas.
De literatura no habla nunca, le aburre. Una vez, en Bogotá, le hizo una visita al demonio, y lo cuenta como si aún oliera el azufre. Prefiere una aventura que no se pueda contar que un acontecimiento literario, pero acepta que le agasajen porque cree que así le sacan de casa y pospone la decisión de acostarse para siempre.
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