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Columna
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La dificultad del 'sí'

Los grandes acontecimientos se suceden últimamente a una velocidad tan vertiginosa que es difícil digerirlos en su auténtica dimensión. ¿Cuántos vuelcos decisivos se han producido desde el 11-S de Manhattan o desde nuestras elecciones de octubre? Vuela la historia, pero no estamos en condiciones de saber adónde va. La felicidad que estos días sienten muchos ciudadanos por el tremendo patinazo final de Aznar (una mezcla de alivio, regocijo y maravilla) se mezcla obscenamente con la tristeza, el desasosiego y la zozobra que ha producido el colosal atentado de Madrid. Se ha dicho que el 11-M es, para Madrid, lo mismo que fue para Nueva York el ataque a las Torres Gemelas. Pero también tiene algo de caída del muro de Berlín: de repente parece haber terminado en España el siglo XX, con sus monstruos carlistas, sus viejos pleitos fratricidas y territoriales. Parece haber empezado de verdad el siglo XXI, un paisaje histórico mucho más incierto: bombas nuevas, sombras inquietantes y muchas preguntas para las que no parece haber más respuesta que las buenas intenciones. En comparación con el radical maniqueísmo de Aznar, lo que ofrece el imprevisto vencedor Rodríguez Zapatero es una digna receta de buenas formas y una notable prudencia. Prudencia para caminar en la nueva oscuridad. El nuevo terrorismo conecta con el gran fenómeno de nuestro tiempo: la inmigración, que va a exigir todos los esfuerzos. Se trata de evitar que se convierta en fuego en nuestros barrios más humildes. En realidad, más que proponer recetas preconcebidas (ya se ha visto, con Aznar, cómo terminan los purismos ideológicos), se trata de evitar los choques innecesarios con la realidad, los males mayores, los incendios.

En el tema de Bracons asistimos al espectáculo de la desunión, más cerca de un grupo en desbandada que de un Gobierno de verdad

Es infinitamente más fácil balancearse en el columpio del no que construir un comprometido y complicado sí. Contra Franco vivíamos mejor. Y contra Aznar todo ha sido muy claro. "No a la guerra", "no a la mentira". Doy por supuesto que el no, tan rotundo y audible, que la ciudadanía le ha gritado al PP tiene algo de reacción moral. No al desprecio de las formas democráticas. No al maniqueísmo, al abuso de los medios de comunicación públicos. No al control partidista del Estado, al usufructo españolista y parcial del dolor de las víctimas del terror. Los grupos más activos de la ciudadanía se comportaron durante los días previos a las elecciones como el demonio de Sócrates, una especie de ángel de la guarda que hablaba sólo en forma negativa, que rechazaba el mal, aunque no proponía camino alguno hacia el bien. En el fondo del rechazo al PP estaba, sin duda, el deseo de una democracia de mejor pelaje y la exigencia de una mayor armonía entre ciudadanos y gobernantes. Sucede, sin embargo, que estos deseos y valores son gaseosos. En la realidad casi nunca cristalizan. Cada grupo social o ideológico los percibe a su manera. Precisamente, en esta misma semana poselectoral y en nuestra política doméstica, hemos podido comprobar hasta qué punto es difícil objetivar la relación entre sociedad y política, incluso entre sectores ideológicamente próximos. Me refiero a la extraña polémica del túnel de Bracons, que ha enfrentado bochornosamente a los partidos del Gobierno tripartito catalán. Dejando a un lado los aspectos más pintorescos del caso (que permiten a algunos estar, a la vez, arriba y abajo, en el Gobierno y en la oposición, en la gestión y en la trinchera), la polémica del túnel de Bracons pone de manifiesto lo fácil que es montar el pollo ante cualquier decisión de gobierno y lo difícil que es, en cambio, emprender un camino en positivo.

Mientras escribo este artículo suben hasta mi ventana los asquerosos efluvios de las basuras acumuladas durante días en las calles de Girona. Finalmente, los barrenderos han cedido y empiezan a recogerlas. Dejando a un lado la pésima negociación del concejal de ICV, las basuras acumuladas permiten constatar visualmente que el reciclaje sigue siendo escaso en mi ciudad y que, después de un año de responsabilidad de gobierno del mencionado concejal, no es posible distinguir en qué se diferencia un gobernante declaradamente verde de uno que no lo es. De lo que se deduce que muchas veces la ideología es un distintivo estrictamente verbal. Que el desgobierno no depende de las ideas. Que la trivialidad ideológica, la superficialidad o la falta de compromiso abundan en todas partes. Y que no es discurseando como van a cambiar tantas cosas como deben ser cambiadas.

Uno de los signos más visibles de la crisis de la izquierda (gane o no las elecciones) es su incapacidad para salir de sus rutinas mentales. A los socialistas (a pesar de que, cuando están en la oposición, parecen muy sensibles a los temas territoriales y cuentan con expertos del calibre del profesor Nel.lo), les resulta muy difícil salir de las convenciones supuestamente tatuadas en la realidad por las leyes económicas. Y a los que se tienen por ecologistas (en este caso, ERC e ICV) les es imposible, en nombre de la belleza de los principios, atender a las demandas de la realidad. Unos son incapaces de salir del guión que ya impuso la derecha. Otros son incapaces de asumir que gobernar implica necesariamente ensuciarse las manos. En el caso de Bracons, los expertos explicaron hace años que era mucho más barato y respetuoso con el paisaje unir Vic y Olot por Vallfogona del Ripollès que por Bracons. La opción de Vallfogona (no mucho más larga, por cierto) ofrecía, por añadidura, un precioso argumento de reequilibrio territorial: permitía rescatar a la zona de Ripoll del rincón sin salida en el que quedó atrapada desde que entraron en funcionamiento los túneles de Capsacosta (hacia Camprodon) y del Cadí (hacia la Cerdanya). Sorprende que, mientras estaban en la oposición, asistieran los partidos que ahora gobiernan con apática resignación a la irrefutable apuesta de una Generalitat convergente en horas ya muy bajas. Y sorprende asimismo que ahora, cuando las bocas del túnel asoman ya por aquellos bellos paisajes, asistamos al poco edificante espectáculo de la desunión, algo que recuerda más a un grupo en desbandada que a un Gobierno de verdad (un Gobierno que, después de tantos imprevistos problemas políticos, tendría que estar avanzando a marchas forzadas, y sin más dilación, hacia la excelencia).

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