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Columna
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¿Un Estatut posible?

Josep Ramoneda

¿De qué se trata, de trabajar por un Estatut posible o por un Estatut imposible? Ésta es la pregunta que deberían contestar con lealtad las diversas formaciones políticas catalanas, una vez se complete el ciclo de los congresos. La pregunta puede formularse de otra manera: ¿los partidos políticos buscarán compartir un Estatut que permita avances significativos o trabajarán pensan

do no tanto en el resultado como en los beneficios electorales que cada cual pued

a obtener a corto plazo? Por la mala fama que tienen los partidos -hoy estamos ante la paradoja de que opinar mal de los partidos políticos forma parte de la corrección política- esta pregunta puede parecer retórica. Todos sabemos que sólo piensan en sus intereses, y éstos tienen una expresión contante y sonante en votos. Precisamente por esto, la respuesta no es tan evidente. Es razonable pensar que una mayoría de ciudadanos espera que los partidos trabajen conjuntamente por un Estatut mejor. Con lo cual, al que rompa la baraja, sea por limitar al máximo los cambios o por entrar en una subasta soberanista que haga imposible el consenso, puede costarle caro. A menudo, el que rompe paga.

Fue entrada ya la década de 1990 que se empezó a hablar de la de la conveniencia de reformar el Estatut. Sólo en el último tramo de su larga trayectoria, por exigencias de campaña electoral, planteó la reforma del Estatut. Si todos apostaban por la reforma, CiU no podía ser menos. Si antes no lo había hecho no era sólo por una evaluación de las relaciones de fuerzas que le hacía pensar que no conseguiría una mayoría viable. Pujol, a pesar de haber anunciado su intención de reformar el Estatut en su primer discurso de investidura (1980), siempre creyó que en las circunstancias actuales de relación entre España y Cataluña era mucho mejor la política de negociación y regateo día a día, que la aventura de una reforma del Estatut que forzosamente sería limitada. Y así actuó siempre.

Maragall, que aún no tenía el guión de la Generalitat en sus manos, hizo en su campaña electoral de la reforma del Estatut -las instituciones han de renovarse cada generación- bandera central de su propuesta, y ahora se encuentra en el momento de gestionarla. Si el PP hubiera repetido victoria, el guión estaba cantado: las fuerzas políticas catalanas -con la excepción de los populares- hubiesen redactado un Estatut que habría adquirido amplios apoyos en Cataluña y se hubiera estrellado en el Parlamento español. Un agravio que habría enconado seriamente las relaciones y que, probablemente, habría fortalecido al Gobierno catalán. Y digo probablemente porque algún día los electores se cansarán de premiar derrotas y exigirán resultados a nuestros dirigentes.

Pero el que gobierna es el PSOE. Zapatero ha abierto el proceso de reforma constitucional. De modo que hay, por primera vez, un reconocimiento del Gobierno español para avanzar en materia de Estatut y de Constitución. ¿Hasta dónde? Si nos atenemos al último documento escrito, la ponencia marco del Congreso del PSOE, la reforma del Estatut "debe llevarse a cabo conforme a la Constitución y respetar sus previsiones". Estos textos de ambigüedad calculada, a la hora de la verdad sirven de poco. Porque parece claro que el PSOE -el propio Zapatero lo ha dicho algunas veces- pone la Constitución como límite (aunque no se sabe si antes o después de reformarla, teniendo en cuenta que los estatutos van por delante en el calendario) y que el PSC ha presionado para obtener una fórmula que permita interpretar que basta con respetar las previsiones de la Constitución para las reformas estatutarias. Es decir, con obtener una mayoría cualificada en el Parlamento español.

Dado que no parecen darse las condiciones para una lógica de ruptura con España, porque no hay indicios de que sea mayoritaria en el electorado catalán, una reforma posible es aquella que aprovecha la disposición del actual Gobierno para obtener los mejores resultados sin romper las reglas del juego y los equilibrios institucionales.

Por sentido común, parece que éste debería ser el objetivo. Cada cual tiene su programa de máximos, pero todos saben que en política democrática se avanza paso a paso. No parece que la sociedad catalana aplaudiera con entusiasmo un enfrentamiento de ruptura institucional con el Estado español. Una mirada atenta a la secuencia de los resultados en Cataluña de una elección a otra es bastante iluminadora en este sentido. Esta realidad debería entrar en juego antes de que los partidos tengan la tentación de reducir el debate del Estatut a una partida de desgaste entre ellos. Si se dice que hay cosas que deben estar por encima de la lucha partidista, ésta es una de ellas.

¿CiU y Esquerra Republicana llevarán al debate sobre el Estatut su pugna por la patente del nacionalismo y convertirlo en una subasta sin límites? ¿O, como sueñan algunos, este debate ha de servir para un reencuentro de CiU y Esquerra para expulsar a los socialistas del templo de la Generalitat?

Los socialistas afrontan este episodio con ls ventajas e inconvenientes de estar en los dos gobiernos. Si todo lo que se avance se les puede atribuir, también se les puede imputar todo lo que no se consiga, y ésta es la tentación que puede mover a sus adversarios: cargar sobre ellos un fracaso posible. CiU, en pleno desconcierto, parece haber escogido el camino de la radicalización verbal, más fácil y menos laborioso que el de la reconstrucción de su espacio político. Es una apuesta de alto riesgo, porque no hay razones objetivas para que quienes les abandonaron por considerarles débiles en la fe nacionalista vuelvan al redil. Esquerra siempre gritará más. Aunque, como se ha demostrado en su congreso, tiene un complicado camino por delante entre el populismo de Carod -que se ha acentuado alarmantemente desde que dejó el Gobierno- y el institucionalismo de Puigcercós. En los partidos convencionales, cuando la dirección pierde una votación en una cuestión estratégica acostumbra a dimitir o a pedir que se formule una alternativa. En los asamblearios, por lo que parece, las votaciones no tienen efectos secundarios. A no ser que Carod interprete el apoyo al asamblearismo como un éxito suyo y un fracaso de quiénes decían "tener el partido en las manos".

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