Un santo singular
Erasmo de Rotterdam consideró a Tomás Moro (1478-1535) su "hermano gemelo" y "el genio más grande de Inglaterra". El futuro santo, londinense de nacimiento, vástago de clase acomodada -era hijo del juez sir John Moro-, fue un hábil abogado y un perspicaz hombre de Estado. Como tal, dedicó gran parte de su vida a servir al rey Enrique VIII, que lo nombró lord canciller y, unos años más tarde, terminó por enviarlo a la temible Torre de Londres, consintiendo que le cortasen la cabeza.
Peter Ackroyd, escritor polifacético que lo mismo cultiva la novela que el ensayo histórico -autor entre otras muchas obras de la reciente Londres: una biografía (Edhasa)-, narra esta vez el ascenso y la caída de Moro en el marco de esa metrópoli que tan bien conoce y en una época en la que sus ciudadanos vivían debatiéndose entre los terrores de la Edad Media y el balón de oxígeno que suponían las nuevas ideas del Renacimiento y la Reforma.
TOMÁS MORO
Peter Ackroyd
Traducción de
Àngels Gimeno-Balonwu
Edhasa. Barcelona, 2004
645 páginas. 39 euros
En la primera parte del libro, Ackroyd traza un vivo panorama de la infancia y juventud de Moro. Esboza el ambiente social y cultural en que se desarrolló su formación; concretamente, su aprendizaje de las gramáticas inglesa y latina así como su temprano trato con los poderosos del reino merced a su servicio como paje en casa de John Morton, arzobispo de Canterbury. Más adelante, y conforme Moro asciende en importancia dentro de la corte, el autor se inclina por el retrato psicológico y centra su atención -siempre objetiva- en las acciones políticas de su personaje: llegó a ser la mano derecha del cardenal Wolsey y, a la caída de éste, lord canciller y consejero personal de Enrique VIII.
En principio, la extrema pie-
dad del joven y la fe en los dogmas del cristianismo lo impulsaron a profesar el monacato en la orden de los cartujos, pero, al poco tiempo, la conciencia de la "debilidad" de su carne lo convenció de que sería un mal monje y de que debía casarse; formar una familia conforme a su rango social y emplear su talento en la "vida práctica" haciendo carrera en la Administración del Estado. Estudió derecho y pronto adquirió fama como abogado y entró en el Parlamento; pero también fue célebre por su erudición. Su talante crítico lo condujo a desdeñar las vanas disquisiciones de la escolástica y a dejarse seducir por las ideas "humanistas" importadas del continente por Erasmo y sus seguidores. El de Rotterdam lo honró con su amistad, y durante una de sus estancias en casa de los Moro escribió su célebre Moriae encomiun, "Elogio de la locura", que también puede traducirse como "elogio de Moro", su obra satírica más conocida. El culto anfitrión había publicado poco antes Utopía, tratado de ficción política en el que imaginaba una sociedad al estilo de La República platónica y en el que criticaba duramente los vicios de su época.
Influido por Erasmo, Moro se ocupó de reformar la educación inglesa enfatizando el aprendizaje infantil de las lenguas clásicas. Él mismo tradujo a Salustio y compuso métodos de enseñanza que probaba en el seno de su excepcional familia, convertida a menudo en escuela experimental. Además, fue el primer hombre importante de Inglaterra que se tomó en serio la educación de las mujeres y reconoció que sus capacidades intelectuales eran exactamente iguales a las de los varones.
Ahora bien, conforme pasaban los años y adquiría más responsabilidades políticas, Moro limitó sus ideas reformistas para transformarse en un acérrimo defensor de la antigua fe, amenazada por el protestantismo. Cuando advirtió que las ideas de Lutero ponían en peligro la autoridad de la Iglesia, no dudó en oponerse a aquéllas con todos los medios a su alcance. Entonces emprendió una cruzada contra el "hereje" reformador que estremeció a toda Inglaterra. Escribió tratados encendidos y plagados de invectivas sólo comparables a las vulgaridades que vomitaba el propio Lutero, en un latín que hoy se celebra por su versatilidad y colorido. Pero también llegó a enviar a unos cuantos infelices a la hoguera. El de esta época es un Moro sorprendente, que poco tiene que ver con el tolerante humanista y mucho con un fanático inquisidor.
La narración de la caída de Moro es quizá lo mejor del libro. Contada con detalle y con calculado dramatismo, Ackroyd desenreda la maraña de acontecimientos que fueron fruto de la veleidad de Enrique VIII pero que tan cruciales se revelaron para el triunfo del laicismo político en Europa. Su graciosa majestad, embargado de deseo por la bella Ana Bolena, consiguió con refinada hipocresía que el papa declarase nulo su matrimonio con la legítima soberana, la infanta española Catalina de Aragón. Cuando se proclamó reina a la advenediza, en 1533, Moro dimitió de sus cargos y se retiró a sus posesiones. Unos meses después se negó a jurar el Acta de Sucesión -a lo que estaban obligados los nobles y el clero-, por la que se proclamaba herederos legítimos de la corona a los descendientes de la nueva soberana. La animadversión del rey contra su ex canciller fue tan grande que terminó por acusarlo de alta traición. Los meses que Moro estuvo preso en la Torre, temiendo el suplicio, los dedicó a la meditación y compuso dos obras maestras del consuelo filosófico: los tratados Diálogo de la fortaleza contra la tribulación y La agonía de Cristo. Semejante a un nuevo Sócrates, ni las súplicas de su amada familia para que cediera a secundar el capricho real, ni la certeza de que su retractación sería premiada con el perdón lograron quebrar en su convicción moral. Murió en el cadalso el 6 de julio de 1535; "Hubiera obedecido al rey", dijo, "pero antes que él está Dios". Lo paradójico es que, apenas un año después de esta ejecución absurda, la propia Ana Bolena perdería su hermosa cabeza al ser acusada de adulterio por aquel gracioso marido que tanto intrigó para desposarla.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.