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La única alianza efectiva

El 2 de diciembre de 1805, Napoleón alcanzó el cénit de su gloria militar en la llanura morava de Austerlitz. Fue entonces cuando, una vez más, su ministro de Relaciones Exteriores -Talleyrand- intentó llevar al ánimo del Emperador la necesidad de una política que, aprovechando el impulso de su victoria, aspirase a la paz con Austria y se concretase en una alianza efectiva entre París y Viena, fundada en la concurrencia de intereses. De lograrse, hubiese sido -en palabras de Talleyrand- una "alianza efectiva". Menos de un año después, tras la victoria de Jena, Talleyrand repetía a Napoleón que "una serie de afortunadas victorias" no representaba nada sólido. Y tras el triunfo de Eylau, en 1807, el tenaz ministro insistía: "Queréis cambiar el estado de cosas por medio de la guerra; ¿por qué no lo intentáis por medio de la paz?".

Como advertía Tayllerand, la paz sólo puede conseguirse por la concertación de las naciones

Carlos-Mauricio de Talleyrand-Perigord, vástago de una de las más aristocráticas familias de Francia y lisiado por un accidente infantil, traidor a su clase y obispo apóstata de Autum, era tan inteligente y sutil como venal y taimado, y mostraba aquella visión fría y simplificadora de las cosas que caracteriza a quienes tienen por aspiración máxima enriquecerse sin medida. Cuando fue promovido por el Directorio a la cartera de Exteriores, se le oyó decir con obsesiva determinación: "Tenemos el puesto, tenemos que hacer en él una fortuna inmensa, una inmensa fortuna". No es de extrañar, por tanto, que, escéptico y cínico pero también clarividente y previsor, fuese -ya desde 1792- hostil a la guerra de propaganda que iba a coaligar a toda Europa contra Francia. Por esta razón, desesperado por la política del Directorio, confió a uno de sus cofrades: "Afirmo que el sistema que trata de llevar la libertad a las naciones valiéndose de la fuerza es el más adecuado para hacerla odiar e impedir su triunfo".

Los hechos dieron la razón a Talleyrand. En junio de 1815 llegó para Napoleón, en Waterloo, el final de su aventura, mientras que el 3 de enero de 1815, incombustible y recuperado, Talleyrand firmaba en nombre de Francia el tratado de paz con Inglaterra y Austria, que siempre había ansiado. Éste fue el legado de Talleyrand: la necesidad de llegar a alianzas para lograr una paz duradera, huyendo de la tentación hegemónica y el rechazo de la idea de llevar la libertad a las naciones por la fuerza. Un legado que conviene recordar ahora que se ha abierto una etapa de incertidumbre, en la que deberá redefinirse el sistema internacional que sustituya al que hizo crisis el 11 de septiembre de 2001, cuando se abrió ante Estados Unidos una doble posibilidad: asumir en solitario el liderazgo de la lucha antiterrorista o actuar como primus inter pares en el marco del derecho y de las instituciones internacionales.

Desde aquella fecha, Estados Unidos optó por una gestión unilateral de la lucha antiterrorista, concretada primero en la invasión de Afganistán y más tarde en la de Irak. Este unilateralismo, que admite la licitud del ataque preventivo, se justifica -a juicio de Henry Kissinger- por tres razones:

1. El agotamiento del sistema vigente desde la paz de Westfalia -1648- hasta fines del siglo XX, fundado en el respeto a las soberanías nacionales y en la inviolabilidad de las fronteras, por lo que su amenaza se materializaba sólo en el movimiento de tropas a través de dichas fronteras. Es decir, la guerra era siempre una guerra entre Estados soberanos. En cambio, ahora no sucede así, pues las viejas estrategias nada pueden contra un adversario que no tiene un territorio que defender, que rechaza cualquier tipo de limitación de sus acciones y que se propone subvertir el orden establecido.

2. La proliferación de armas nucleares, que pasan a estar en posesión de Estados canalla, como Corea del Norte, por lo que hay que ponerle coto para garantizar la supervivencia de la humanidad.

3. La transferencia de poder a China, que está ascendiendo al rango de superpotencia, desplazando el centro de gravedad del mundo de los negocios desde el Atlántico hasta el Pacífico.

Ahora bien, pese a todo este discutible andamiaje, reconoce también Kissinger que ninguna nación, por poderosa que sea, puede definir sola el sistema internacional, por lo que el objetivo de la política exterior estadounidense tiene que ser convertir el poder unilateral en una responsabilidad compartida, lo que implica la concertación multilateral de objetivos a largo plazo, lejos de cualquier tipo de imposición política.

Y es en este marco donde debe acometerse, con extrema urgencia, la tarea de poner al día y robustecer las tradicionales relaciones atlánticas entre Estados Unidos y Europa. Ha de reimpulsarse la alianza atlántica. Para ello, los actuales políticos norteamericanos deberán superar su desdén, admitiendo el valor enorme de la potencial aportación europea en experiencia histórica, y los políticos europeos deberán rechazar las simplificaciones envilecedoras de la realidad americana, que suelen usar demasiadas veces. Tienen razón quienes sostienen que, más allá del estéril debate entre unilateralismo y multilateralismo, urge apuntalar la alianza atlántica, la única que hoy por hoy puede ser efectiva, por concertarse entre socios que comparten una misma cultura y tienen intereses, si no idénticos, sí por lo menos compatibles. Impulsa a ello la razón histórica y lo abona la necesidad inmediata. Porque, como sostenía Talleyrand, "únicamente la alianza de dos grandes potencias puede dar la paz".

Juan-José López Burniol es notario.

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