El museo viaja

Se lamenta Delécluze, en su evocación sobre la escuela y la época de Jacques-Louis David, de que siendo François Xavier Fabre uno de los discípulos del maestro que habían iniciado su carrera de forma más brillante se apagara luego en su corazón "esa emulación indispensable para producir grandes cosas en el arte". Pero al punto elogia en él al muy fino conocedor en materia de cuadros que acertó a reunir, durante su prolongada estancia en Roma, una extraordinaria galería que finalmente donó a su ciudad natal y que da origen al museo que hoy lleva su nombre. Enriquecido posteriormente con otras aportaciones de equivalente envergadura, el Museo Fabre es sin duda uno de los museos regionales franceses de talla mayor.

Coincidiendo con un ambicioso proceso de remodelación que ha motivado el cierre temporal de su sede en Montpellier, nos llega este impactante conjunto de piezas de la colección del museo. Con casi setenta obras, entre pinturas, dibujos y esculturas, la selección que ahora visita Madrid, y que viajará seguidamente a Bilbao, donde podrá contemplarse desde el 14 de junio hasta el 24 de julio, da sobrada cuenta de la valía de esos fondos.

Una miscelánea que recorre

cuatro siglos en la memoria mejor del arte europeo y donde se acumulan los nombres que han dejado en ella una huella indeleble. Tantos que no cabe, en el espacio de esta crónica, si no mencionar apenas aquellas obras que, por su singular enjundia, permitan hacerse idea. Entre las joyas de mayor alcance en la muestra se sitúan, de hecho, la alegoría floral de Daniel Seghers y Abraham van Diepenbeck, el magnífico Retrato del cardenal de Bonsy de Domenichino y, por supuesto, la sobrecogedora Santa María Egipcíaca de José Ribera que, junto a dos telas de Zurbarán (El Arcángel Gabriel y Santa Águeda), completa la escueta representación de la pintura española.

Más amplia es la presencia de la escuela italiana, con telas de gran talla como las de Veronés y Dolci, como de la pintura de los Países Bajos, con, entre otras, una turbulenta escena de Rubens, un soberbio Gerrit Dou y un espectacular bodegón de Van Heem.

Pero el grueso de la exposición corresponde, por razones obvias, a los maestros franceses. Y en esa deriva aguardan al espectador, como encuentros memorables, el Poussin, el David, el bodegón de Monnoyer, el Ranc, los lienzos de Greuze, los fragmentos anatómicos de Géricault, el autorretrato y La orilla del mar en Palavas de Courbet, el conjunto Bazille, un Ingres temprano o la tela conmovedora de Berthe Morisot (Joven sentada. El verano).

De la decena de dibujos, donde hay cosas bien notables, como el Bassano o la vigorosa acuarela de Géricault, brilla con diferencia, por supuesto, el fragmento del cartón de Rafael para la Madona Tempi, del que arranca el recorrido imaginario trazado por la exposición.

Y ya por último, en cuanto a la escultura, hay que destacar un luminoso busto del italiano Canova y, entre la obra del francés Houdon, El invierno y, ante todo, la terracota del célebre Voltaire sentado.