La ley y la justicia
Hacia 1982, en los últimos días de mi exilio en Venezuela, le oí a Ramón J. Velázquez, un historiador famoso que luego sería presidente de la república, contar que medio siglo antes, el dictador Juan Vicente Gómez ordenó que reunieran a todos los mendigos en un barco mercante y los dejaran abandonados a la suerte del mar.
Pensé entonces en el único mendigo al que conocí de cerca, un hombrecito frágil y devoto, al que llamábamos Pacheco. En las tardes de la adolescencia solía sentarme con él en los bancos de la Plaza Independencia de Tucumán para que me contara sus visiones del Juicio Universal, del que se proclamaba testigo y sobreviviente.
Pacheco hablaba con los ángeles y creía que cada ángel constituye en sí mismo un paraíso. Imaginaba, por lo tanto, innumerables paraísos. Abrigaba la ilusión de encontrar uno propio después de la muerte, ya que nada había tenido en la vida.
A mediados de 1996, en un café del centro de Tucumán, dos amigos que también conocieron a Pacheco me contaron que había muerto en julio de 1977, durante la expulsión en masa de mendigos ordenada por el general Antonio Domingo Bussi -gobernador militar de aquellos tiempos- para exhibir las virtudes de su régimen ante el presidente de facto Jorge Rafael Videla.
Algunos de los infortunados mendigos habían visto a Pacheco -me dijeron- caminar hacia la muerte, desesperado de sed, en dirección al Salar de Pipanaco, muy lejos del descampado donde lo abandonaron.La crueldad de la historia me acongojó y pregunté quién podía conocer detalles más certeros. "Ya nadie", me explicaron mis amigos, "porque los que no perecieron en aquella travesía de infierno, fueron muriendo de un modo más atroz cuando los trajeron de vuelta. Se convirtieron en parias. Nadie se atrevía a darles comida ni abrigo por miedo a las represalias del dictador".
Me pareció que era un acto de justicia -aunque fuera tan sólo mi justicia- evocar a Pacheco en algún texto, para que su memoria no se perdiera, como tantas cosas. En enero de 2004 publiqué una crónica sobre aquellos hechos, atribuyendo a Bussi la responsabilidad de la expulsión.
El ex gobernador y comandante militar no sólo disponía entonces de un poder absoluto sobre su territorio. También era culpable de centenares de secuestros, torturas y matanzas durante los dos años de su régimen feudal.
Un ex gendarme que había servido bajo sus órdenes declaró haber visto, en un arsenal de Tucumán, a fines de 1976, cómo Bussi ordenaba arrodillarse a los detenidos, en grupos de 15 a 20, al borde de una zanja, y lanzaba personalmente la primera ráfaga de disparos como una señal para los fusilamientos.
Durante décadas, el atroz destino de los pordioseros tucumanos yació en el olvido. Pude exhumar un valiente relato publicado el 17 de julio de 1977 por el ya extinguido diario La Unión de Catamarca, que pertenecía al obispado de esa provincia.
Según La Unión, "los desposeídos" eran 24 y habían sido abandonados por un furgón del gobierno militar de Tucumán en grupos de dos a tres, a lo largo de unos 53 kilómetros, en el límite entre las dos provincias. La temperatura había descendido ese día a menos de un grado y los mendigos andaban en harapos. Al amanecer, los vecinos de los pueblos de los alrededores oyeron sus pedidos de auxilio, los condujeron al hospital de La Merced y denunciaron el incidente.
Cuando el gobernador militar de Catamarca se quejó porque su provincia estaba siendo convertida en "un depósito de desechos humanos", Bussi ordenó que los mendigos fueran llevados de regreso en un avión sanitario.
Como la barbarie de la expulsión había saltado ya las vallas de la censura y se convertía en un escándalo nacional, el dictador feudal -que una década después ampararía sus atrocidades en la obediencia debida a órdenes superiores- decidió atribuir la culpa a sus subordinados.
Señaló que, "lejos de tratarse de lisiados, tullidos, ciegos y locos", los desamparados eran, "en su gran mayoría, prófugos crónicos de centros asistenciales", contra los cuales la policía tucumana había actuado por su cuenta, en un exceso de celo.
En mi crónica de 2004 yo llamaba a Bussi "pequeño tirano". Eso lo enfureció. Me acusó de haberlo injuriado. El Diccionario de la Real Academia, sin embargo, lo refuta. Define como tiranos a quienes "obtienen contra el derecho el gobierno de un Estado, y principalmente" quienes lo rigen "sin justicia y a medida de su voluntad".
Como algunas radios y diarios se han hecho eco del incidente, en Argentina y fuera de ella, quisiera precisar un par de puntos, porque en el episodio están involucradas -me parece- algo más que las razones o sinrazones personales. Se trata, en el fondo, de los abismos que se abren entre una concepción democrática y una concepción autoritaria de la vida.
Bussi afirma que ordenó investigar los hechos y que, como consecuencia, destituyó y sancionó al jefe de la policía provincial y pasó a retiro al personal que actuó en la expulsión.
Dos detalles esenciales lo desmienten. En una época de extremas sospechas y de caminos muy vigilados, el furgón con los mendigos -no prisioneros, sino secuestrados- había atravesado al menos siete retenes militares, lo que era imposible sin autorización del comandante regional.
El otro detalle alude a la sanción contra el jefe de la policía provincial, teniente coronel Mario Albino Zimmermann, que se dio a conocer el 18 de agosto de 1977, y que consistió no en arresto o cesantía, sino en nombrarlo, el día antes, secretario de Estado de Planeamiento y Coordinación. El "castigo ejemplar", como se advierte, consistió en un ascenso.
Lo que me duele de esta historia es que me he quedado sin saber si Pacheco fue o no al salar de Pipanaco a beber las aguas de su paraíso propio, pero no me cabe duda de que allí está todavía, a la espera del próximo juicio universal.
Tomás Eloy Martínez es periodista y escritor argentino, autor, entre otros libros, de Santa Evita y El vuelo de la reina. © Tomás Eloy Martínez, 2005. Distribuido por The New York Times Syndicate.
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