La nación española
El principal rasgo de la sociedad española actual seguramente sean la delgadez y fragilidad del suelo sobre el que se levanta. Y debajo de ese suelo, un vacío cultural y aun moral. Un vacío que nace de la falta de continuidad, de la ruptura. Una ruptura que se hizo en dos fases brutales y consecutivas: primero, la guerra civil y la amputación, mediante un verdadero genocidio de las minorías más activas y preparadas pueblo a pueblo y ciudad a ciudad. Y luego, aquel cuerpo social debilitadísimo y aterrorizado se vio obligado a metamorfosearse y exiliarse del rural al arrabal; un tremendo éxodo del campo a la ciudad que creó en apenas una década masas informes. Nada sobrevivió a esos 40 años, ni la poca cultura cívica ganada por las clases intelectuales urbanas, ni la memoria y el orgullo de las clases trabajadoras, ni la cosmovisión y la identidad de los campesinos. Sólo sobrevivió el instinto de supervivencia, elevado al absoluto. Y disueltas previamente todas las estructuras cívicas, la supervivencia sólo podía canalizarse de forma individual o a través de la familia.
La fortaleza de la familia aún hoy es un rasgo específico de la sociedad española que en sí mismo es benéfico, pero que está originado en tiempos recientes por la debilidad de las estructuras cívicas. Los rasgos de la familia tradicional son el ADN de nuestra cultura cívica: personas fuertes afectivamente, con expresiones abundantes de afecto y momentáneo altruismo, individualistas pero gregarios, y con un desprecio por los bienes comunes y un incivismo profundo. Quizá seamos más generosos que otras sociedades, pero somos peores ciudadanos. Corresponde mejorar lo segundo sin perder lo primero.
A cada familia se le ofreció el pan blanco, becas para los hijos, las gradas de los campos de fútbol y la quiniela del domingo. A cambio, los dueños del pan, de las becas, de las gradas y de la quiniela pedían no la amnesia, pues no se produce de modo voluntario, sino algo peor: la traición al pasado, a la propia identidad. Negar lo vivido. El pan por la dignidad, o al menos por la sumisión. Y la sumisión crea súbditos.
Pero la democracia, la vida nacional, la crea la ciudadanía, las personas libres que pactan la convivencia sobre derechos y deberes. Ésos que corren en motos que braman o en GTs atronantes sin importarles atropellar a niños o ancianos son nietos de los que antes iban caminando o en burro a trabajar a la finca, o luego en bici o motocicleta a la obra. Fuimos siervos embrutecidos y somos brutales consumidores. Y el consumidor dionisíaco, guiado únicamente por el deseo, es el enemigo del ciudadano apolíneo, que pretende un equilibrio entre sus deseos y lo posible y deseable.
También es cierto que, exterminada la cultura política democrática en la que se basó tan precariamente la II República, las organizaciones de la oposición al Régimen nacional católico despreciaban o no sabían cómo relacionarse con la cultura democrática, todo ello pertenecía a lo "burgués". La oposición de izquierdas, la que luchó por la democracia, paradójicamente se sentía confusa ante la democracia, no podía ser así una buena maestra de la sociedad. Tampoco la lucha de las nacionalidades podía serlo, pues, como la izquierda sindical, traían reivindicaciones y agendas políticas que habían caducado. Eran culturas políticas reivindicativas de lo perdido, de resistencia, pero que necesitaban adaptarse al mundo existente, a vivir nuestro tiempo.
Tras el pacto fundacional donde todos tuvieron que sacrificar algo, nuestros políticos se han dirigido más al consumidor que al ciudadano. Han sido más maleducadores que educadores, han usado más del populismo electoralista, del halago a las masas de votantes que del diálogo con personas maduras, que implica la autocrítica y el esfuerzo por conocer. Fueron años en que mejoraron nuestras vidas, pero perdidos en cuanto a crear ciudadanía.
Pero esta sociedad débil carece, además, de un proyecto nacional, un proyecto común claro. La Transición ofreció un estado de ánimo compartido, una esperanza. El sentimiento de alivio, un horizonte en principio despejado y los buenos deseos parecieron bastar para trazar ese espacio común de convivencia. Pero las cosas no siguieron de ese modo, hasta hoy. Hoy, el imaginario que nos une, la conciencia de ser conciudadanos, de pertenecer a un mismo espacio social, es muy débil. Por un lado, la oposición democrática tuvo que aceptar símbolos como el himno o la bandera modificada del Régimen; por otro, una institución que es clave en el sistema institucional y aun en el ideológico como es la Monarquía nació como un compromiso entre los que combatieron al Régimen y los que eran sus partidarios, y se mantiene desde entonces en una posición de equilibrio, aunque en la práctica sea aceptada por la gran mayoría. Pero lo que más ha distorsionado y retrasado el crear una conciencia compartida, una conciencia nacional común, es la persistente resistencia a buscar un encaje a la diversidad nacional interna. En estos años pasados se han asentado en la sociedad distintos discursos nacionales y nacionalistas, prácticamente todos ellos particularistas. Todos discursos centrípetos pero que chocan entre sí, el resultado es como una caja llena de peonzas, una más grande y otras más pequeñas, que danzan sobre sí mismas tropezándose.
Y ahora, esa tarea de acomodarnos todos sin tropezarnos y de buena fe vuelve a estar sobre la mesa, ha llegado bajo distintas palabras: "la España plural", "plurinacional", "federal", "nación", "reforma estatutaria"... Se ha plantado de nuevo en el centro y está bien que así sea, pues es tema central en todos los sentidos. Por eso es decisivo que se comprenda que por un lado la democracia se asienta sobre la conciencia común de una sociedad, la democracia es la nación; del modo en que son hoy las naciones en nuestra Europa y en nuestro tiempo, claro. Y la nación democrática se construye por la adhesión de los ciudadanos, por un movimiento voluntario de inclusión en un espacio imaginario común. Los ciudadanos españoles, si hemos de convivir y hacerlo del modo más beneficioso para nosotros y para los demás, precisamos compartir un espacio común, nacional; sin ello, una sociedad carece de nervio moral, de cultura cívica, y será siempre insegura y débil, a merced de populismos y vaivenes. Y es decisivo también que se comprenda que la existencia dentro del Estado de comunidades con conciencia de ser naciones es un hecho real y consistente, con honda raíz histórica y con el apoyo consciente y constante de millones de ciudadanos que apoyan a partidos que expresan esa demanda de reconocimiento nacional. Es una evidencia histórica y social tan sólida que no haría desaparecer una imagina
-da reforma de la ley electoral que pretendiese impedir la existencia parlamentaria de esos partidos. Eso sería el fin del sistema político y haría inviable la existencia de España. Hay que aceptarlo, España es así, nacionalmente compleja. Porque la vida es compleja y el día a día nos enseña que en nuestro entorno conviven la conciencia de ciudadanía con conciencias de pertenecer a un pueblo. Es lo que hay, es lo que somos. Y creo que es para estar contentos.
Al tiempo, es necesario que todos los partidos democráticos hagan un esfuerzo por revisar autocríticamente el recorrido político anterior y sustituir la actitud de reafirmación particularista por el respeto, atención y diálogo, iniciar un movimiento inclusivo. Faltan puentes. Y falta también un espacio imaginario nacido del reconocimiento de los otros y con la necesaria actitud amistosa que une a ciudadanos y pueblos. Pero los espacios imaginarios, esa conciencia común, tienen que encarnar y tomar tierra. Y ahí es donde entra en juego Madrid. No el Madrid de los vecinos con sus ansias cotidianas, sino su doble, esa otra ciudad imaginaria o imaginada que se le superpone y que es la ciudad que debe ser el lugar de encuentro. Creo que Barcelona tiene los merecimientos sobrados para ser una segunda capital del Estado, pero no tendría sentido discutirle a Madrid su papel central. Y de eso se trata, de que ese Madrid de instituciones, de poderes y mediático sea un espacio central cómodo para todos: un Madrid federal y abierto. De que junto a los mensajes particularistas que hoy lo atestan y encierran se abran paso mensajes de reconocimiento y de llamadas al diálogo y la adhesión. De que se creen ahí lugares de encuentro que hoy faltan.
Pero las actitudes y esfuerzos particulares no bastan para crear un espacio español común si no acompañan las fuerzas políticas, especialmente aquellas que tienen más poder y, por tanto, más responsabilidad. Éste es un momento de debate nacional en muchos planos. En el plano de la política, los partidos que buscan el reconocimiento nacional para sus comunidades, que consideran ahogadas, tendrán que hacer un esfuerzo de empatía y comprensión, pues no sólo los ciudadanos de esas comunidades tienen una demanda de identidad nacional; también los demás ciudadanos que se sienten nacionalmente españoles a secas tienen la necesidad de una certidumbre. No es sensato ni justo reclamar el legítimo derecho a ser ciudadanos de una nación propia sin tener en cuenta los sentimientos, intereses y el derecho de los otros a tener una nación clara a la que pertenecer, una nación que no les resulte insoportablemente amputada. Su tarea es construir esa nación que desean sin quitarles nación a otros.
Tiene más responsabilidad que éstos el PP, que hasta ahora está instalado en una posición meramente retardataria y obstaculizadora. No sabemos si será capaz de salir de las posiciones hiperideológicas en que se encuentra, donde las palabras "nación" y "España" no están siendo útiles para ordenar la convivencia, sino instrumentos para uso partidario. Su idea nacional está demasiado cercana aún a la que sostuvo el Régimen nacional católico como para ser tomada en serio por todos. Si no la revisan, se quedarán al margen de la realidad social. IU se muestra abierta a las discontinuidades culturales y políticas que componen el Estado, aunque seguramente su debate interno no le ayude a ofrecer un modelo de Estado claro.
Pero es el partido socialista el que tiene la gran responsabilidad, pues no sólo ocupa el Gobierno; también tiene responsabilidades en los gobiernos de las comunidades autónomas más implicadas en este gran debate que debe ser común. El PSOE es el partido de ámbito estatal que más poder territorial gestiona, y ocupa un papel singular en Euskadi, Cataluña y Galicia; también en Andalucía. Y ha sido su máximo dirigente y presidente del Gobierno quien nos ha lanzado a todos una invitación para una tarea compartida, la "España plural". Es sobre los socialistas sobre quienes recae ahora la gran responsabilidad de integrar, de incluir, de crear ese espacio común que no puede levantarse de ningún modo sobre la negación de lo evidente; somos diversos, plurinacionales, plurales, como se quiera. Esa conciencia común es en la que podrán incluirse luego inmediatamente todos esos nuevos ciudadanos que llegan con lenguas, culturas, religiones diversas, que ya están cambiando nuestras ciudades y pueblos de un modo que aún no estamos viendo, pero que debe preocuparnos. En ese argumento común y compartido es donde deberán integrarse.
Es una gran responsabilidad, sin duda, pero con seguridad no estarán solos si a lo que se convoca es a renovar la ilusión de una España en la que voluntariamente queramos estar todos.
Suso de Toro es escritor.
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