Un país solitario y disperso
Si algo se ha mantenido estable en la poesía boliviana desde principios del siglo pasado es su resistencia en medio de un ambiente convulso y con un contexto para la publicación que nunca fue de los mejores. En la primera mitad del siglo, resaltan los nombres de Ricardo Jaimes Freyre, que llevó el modernismo al país, y Franz Tamayo, otro de los pilares de esta época, que hizo dialogar su obra con las de otros autores antes que con su propio medio. Este recorrido será continuado por poetas como Óscar Cerruto, Pedro Shimose y más recientemente Rubén Vargas. Avanzando en el tiempo, aparece una poesía acosada por lo externo en tanto medio decadente. La ciudad será la metáfora de los desastres y el tedio del progreso para Gregorio Reynolds, mientras que su contemporáneo, José Eduardo Guerra, no encontrará en ella nada más que falsedad y mentira. Esta misma reacción angustiosa ante la ciudad reaparecerá décadas más tarde en Reynaldo López, Luis Luksic o Sergio Suárez.
Los poetas de los noventa muestran la resistencia de un género tan solitario y disperso como el país
Eduardo Mitre, preciso, sensual e incisivo, es una de las más importantes voces actuales
Ya rozando la mitad de siglo, nos encontramos con la segunda Gesta Bárbara (la primera se había fundado en 1918), el único grupo literario que tuvo verdadera trascendencia en Bolivia, cuyos propósitos, a tono con la época, apuntaban a la experimentación formal desde una poesía comprometida socialmente. Entre sus integrantes destacan Julio de la Vega, al que Mitre definió como "poeta del viaje y de la aventura", en la misma medida que del amor; Gustavo Medinaceli, el más evidente heredero del surrealismo; o Alcira Cardona, una poeta profundamente consciente del mal, el horror y la locura. Entre los años cincuenta y setenta, publican el grueso de su obra dos poetas que, con voces muy diferentes entre sí, dejaron una huella tan honda que incluso hoy es posible seguirle el rastro. Ellos son Óscar Cerruto y Jaime Sáenz. Cerruto, desde una poesía donde la soledad está presente en varios planos, transmite una honda desconfianza por las palabras. Cercana a esta sensibilidad, se sitúa la poesía de Roberto Echazú, dueña de un depurado lenguaje breve y preciso, desde el que explora sus dos grandes temas: el amor y la muerte.
Por muy diferentes derroteros
transcurren los extensos versos de Jaime Sáenz, a quien tanto su obra como su desbordada vida convirtieron en uno de los más grandes iconos de la literatura boliviana. En su poesía y en su narrativa se mezcla la estética andina con una fuerte filosofía mística que avanza en pos del conocimiento de lo desconocido, del otro lado, de la muerte. A finales de los años sesenta, comienza a publicar otra generación de escritores entre los que se hallan las más importantes voces actuales. Una de las figuras más visibles es Eduardo Mitre, tan preciso e incisivo en la mirada como en el lenguaje, convoca en su poesía objetos, lugares y personas dotándolos de la sensualidad de sus palabras. Pedro Shimose, otro de los pilares de la poesía actual, imprimió en las letras bolivianas una inteligente vena irónica. Un tono diferente, más diáfano, está en la voz de Matilde Casazola, que se pasea entre lo claro y lo oscuro, para hablar del cuerpo, el (des)amor o la muerte.
Dando un paso más adelante se encuentran Humberto Quino y Julio Barriga, cercanos, cada uno a su manera, a la antipoesía de Nicanor Parra. Junto a ellos se podría situar Jorge Campero, que restaura la voz de otro territorio, al incluir en su poesía el espacio inexplorado de las tradiciones guaraníes. Otras propuestas originales se hallan en las obras de María Soledad Quiroga o Vilma Tapia, quizá continuadoras de Yolanda Bedregal, de quien heredaron la brevedad y pureza al elegir las palabras y concentrarlas en ideas o imágenes relampagueantes y precisas, a la manera del haiku japonés. En la misma generación, aunque con otras preocupaciones, detienen su mirada Juan Carlos Orihuela y Marcia Mogro, atentos al devenir del país, la sociedad y al transcurso de un tiempo que finalmente acabará desvaneciéndose en la nada.
Finalmente, entre los que comenzaron a publicar a mediados de los noventa, se destaca la sobriedad con que Benjamín Chávez desentraña al hombre moderno desde el objeto amoroso; la intuición de Mónica Velásquez para mirarse a sí y mirar lo otro; o propuestas poéticas tan variadas como las de Omar Rocha, Gustavo Cárdenas, Rodolfo Ortiz o Rubén Vargas, como una breve muestra de la vitalidad y resistencia de poetas solitarios y dispersos, como este país.
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