El pirata traidor
'La taza de oro', de John Steinbeck, que cierra la colección de novela histórica, se ofrece mañana con EL PAÍS por 2,50 euros
Durante al menos tres siglos -es decir, desde que Daniel Defoe escribiera su más inventiva que precisa Historia de la piratería- filibusteros, bucaneros y corsarios han inflamado la inspiración de muchos narradores, desde Edgar Poe a Stevenson y Salgari, desde Conrad a Rafael Sabatini, James Barrie o Pierre Mac Orlan, sin olvidar tampoco a Michael Curtiz y otros directores cinematográficos ni al dibujante Juan García Iranzo, autor de los tebeos de El Cachorro... ¿Por qué esta fijación romántica en unos personajes de los que casi lo único cierto que sabemos es que eran sanguinarios y brutales?
El periodista francés Gilles Lapouge, que escribió a finales de los años sesenta del siglo pasado un libro sobre los piratas, plantea el asunto así: "El pirata es un hombre que no está contento. El espacio que le asignan la sociedad o los dioses le parece estrecho, nauseabundo, inconfortable. Se acomoda a él unos pocos años y después dice '¡basta ya!' y se niega a jugar el juego. Lía el petate, baja de sus montañas de Capadocia, de Escocia o de Noruega y llega a la costa. Captura un navío o se enrola con un corsario y, con buen viento, se pone en franquía". Pero al pirata no sólo le definen la transgresión y el desafío a la ley, formas de prestigio a ojos de quienes soportan el adocenamiento tímido de cualquier vida sometida al agobio de los reglamentos: su perfil curtido se dibuja también con inquietud, con viajes, con travesías. Es un marino, un huésped del mar. No sólo desafía las normas y a quienes las defienden, sino también al oleaje de las tempestades. A lo largo de los siglos, navegar ha sido la aventura por excelencia. El riesgo máximo: "¡De qué no se me podrá persuadir", anota Séneca en una carta, "si hasta han logrado convencerme para que me embarque!". Aunque el espacio interplanetario pueda haber recientemente sustituido en parte al mar en la imaginación aventurera, nunca logrará mejorarle del todo porque el mar no es sólo lejanía y soledad, sino también temperamento: el mar es un espacio vivo.
A Morgan se le tiene por el más grande de todos los saqueadores marítimos
Sin cesar buscó el tesoro, a veces en forma de ciudad inconquistable
Dejando a un lado los grandes piratas literarios, como Long John Silver o el capitán Garfio, que son sin duda los mejores, las figuras históricas del tarot filibustero se repiten con escasas variantes: el gallardo Avery, el espantoso Olonés, Edward Barbanegra Teach (que la llevaba adornada con lacitos de colores), Misson, el utopista libertario, Kidd, que debe su fama a Poe y a cierto escarabajo dorado, etcétera. Los historiadores que hablan de ellos, empezando por el incierto pero entretenido Defoe, toman la mayoría de sus datos de las memorias del doctor Alexandre Exmelin, el médico de los piratas. Es opinión general que el cronista más fiable de todos es Philip Gosse, cuya historia de la piratería -si no me equivoco- está traducida al español. Pero entre los famosamente infames nombres de los bucaneros siempre hay uno que parece flotar algo aparte y como por encima de todos ellos: Henry Morgan. De él dice Gilles Lapouge: "El irlandés Morgan, cuya historia ha escrito Steinbeck en The golden cup, pasa por ser el más grande de los filibusteros. Es un canalla repulsivo". Primero, una corrección: Henry Morgan no era irlandés sino galés. Por lo demás, es cierto que se le suele tener por el más grande de todos los saqueadores marítimos, depredador de Cuba, de Portobello, de Maracaibo y finalmente conquistador de Panamá, la hazaña (o fechoría, como se prefiera) más inverosímil y enorme de cuantas registra la piratería.
Pero... ¿por qué se considera a Morgan un canalla incluso entre los no muy rectos varones que enarbolaron la bandera negra con la calavera y las tibias cruzadas? Sencillamente porque fue esa cosa aborrecible tanto en la sociedad de los buenos como en la de los peores: un traidor. Su puesto está en el fondo del infierno dantesco, en la boca satánica que eternamente mastica a Judas, a Casio y a Bruto... Tras la conquista de Panamá, llevada a cabo con penalidades inenarrables por hombres que le permanecieron asombrosamente fieles, les abandonó a su suerte y huyó con el botín. El rey inglés le llamó luego a Londres, primero para reconvenirle por haber tomado esa plaza fuerte a los españoles sin respetar la frágil y equívoca paz que mantenía con España, pero enseguida para nombrarle gobernador general de Jamaica. En su capital, Port Royal -"una de las más ricas y probablemente la más inmoral de las ciudades del mundo", Philip Gosse dixit-, se instala hasta su muerte quien ya es sir Henry Morgan y desde allí, majestuosamente casado y riquísimo, se dedica a perseguir a sus antiguos colegas bucaneros y a colgarles alto y corto sin demasiadas contemplaciones jurídicas. Por su ambición, por su habilidad como estratega, por la magna escala de sus tropelías y por su capacidad de olfatear los cambios de viento en las relaciones internacionales, Morgan fue un pirata, pero del género de Alejandro o de Napoleón más que del resto de los Hermanos de la Costa.
John Steinbeck tenía 27 años cuando escribió La taza de oro. Creo que es la única de sus novelas centrada en un personaje histórico, al menos hasta Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros, que dejó inacabada al morir. Entre ambos libros median varias obras maestras (Las uvas de la ira, De ratones y hombres, La perla), un honrado compromiso con los socialmente desfavorecidos (en los USA de hoy puede que a Steinbeck le hubieran deportado a Guantánamo) y el Premio Nobel conseguido en 1962. En un par de centenares de páginas, porque Steinbeck practicó casi toda su vida la cortesía de no escribir mamotretos, narra la historia y la leyenda del inquieto muchacho galés que partió de un hogar humilde con cinco libras y rumbo al mar, que fue engañado a las Indias, que allí se labró una fortuna como corsario prescindiendo por método de la piedad y por ahorro de las orgías, para morir poderoso, quizá respetado, desde luego temido y finalmente desconcertado, como cualquiera de nosotros. Sin cesar buscó el tesoro, a veces en forma de ciudad inconquistable y otras en la de esa mujer enigmática a la que todos decían desear. ¡El tesoro de los piratas, ese sueño infantil! Nos lo enseñó Roger Caillois: "Decir que los niños creen en el tesoro es decir muy poco. Los niños poseen tesoros... Sin que se den perfecta cuenta de ello, los afanes y los gustos de los filibusteros no son más que un eco desmesurado de los suyos". Morgan luchó, traicionó y se resistió a crecer hasta ser alcanzado por el cocodrilo en cuyo interior suena el tictac del reloj: el final de la infancia.
Babelia
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