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Reportaje:Un talibán en Guantánamo

Dos años en la jaula número 15

Abdul Salam Zaif, la cara de los talibanes durante la guerra, narra las vejaciones y torturas que sufrió en manos de EE UU

Abdul Salam Zaif habla en inglés desgranando las palabras y con una suavidad infinita. Vejaciones, torturas, desgarros, Guantánamo, Bagram, Kandahar... Los recuerdos van saliendo sin que altere el tono, como si no quisiera profundizar en ellos para no mancharse. Los estadounidenses llegaron a decir de este mulá de 38 años, en aquel otoño de 2001 en que comparecía casi a diario ante la prensa para dar el parte de guerra, que era el "único hombre culto" del régimen talibán. Fue la cara amable de la barbarie, el diplomático que se entrevistó con sus homólogos de Estados Unidos y de otros países europeos para buscar una solución al conflicto y que, en plena contienda, viajó varias veces a la ciudad de Kandahar para mediar ante la máxima autoridad talibán, el mulá Omar.

Fue la imagen amable de la barbarie, el 'mulá' que buscó una solución al conflicto
No insultaron al Corán, pero los soldados americanos se lo tiraban a la cara
El castigo más frecuente era el aislamiento. Lo soportó cerca de cinco meses
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Permaneció al frente de la Embajada de Afganistán en Islamabad hasta que Pakistán rompió relaciones diplomáticas con el Gobierno tambaleante de Kabul, el 22 de noviembre de 2001. La voz de los talibanes en el exterior no quiso volver a su país, permaneció en Islamabad y, en diciembre, reconoció que había pedido asilo político. Denegado éste, el 2 de enero de 2002, agentes secretos paquistaníes se presentaron en su casa y se lo llevaron. Abdul Salam Zaif, casado con dos mujeres y padre de ocho hijos -el último, una niña nacida tres días antes de su detención- habla por primera vez, y en exclusiva para EL PAÍS, del vuelco que aquella visita dio a su vida.

Pasado el mediodía, tres miembros de los servicios de inteligencia paquistaníes llamaron a su puerta. Entraron en la casa y, tras una breve conversación, se lo llevaron y le interrogaron durante dos días, hasta que se decidió su entrega a Estados Unidos. Salam Zaif fue conducido a Peshawar, capital de la Provincia Fronteriza del Noroeste (NWFP) y principal observatorio de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en Pakistán. Allí, volvió a ser interrogado por militares y agentes norteamericanos, en presencia de sus colegas paquistaníes, bajo cuya custodia permaneció otros dos días. Una vez bajo control de EE UU, fue trasladado en avión a un navío en el golfo Pérsico.

En el barco fue confinado en un camarote. Estaba oscuro y no sabe cuántos días y noches pasaron. Entre cinco y seis. Los interrogatorios continuaron hasta que fue subido a un helicóptero. Llegó no sabe adónde y fue embarcado en un avión que aterrizó en la base de Bagram, a un centenar de kilómetros al norte de Kabul.

Allí comenzó realmente el horror. Nada más llegar, le golpearon con porras y bastones y le patearon todo el cuerpo. Le desnudaron totalmente, le colocaron una capucha en la cabeza y le ataron las manos a la espalda y los pies. Así, descalzo y desnudo, le sacaron al patio. Nevaba, pero, más que los fríos copos, sentía cómo le llovían encima los insultos y las burlas porque habían pescado lo que llamaban "un pez gordo talibán". Aguantó el frío y la vergüenza tres o cuatro horas. Después, se desmayó.

Le despertaron a la mañana siguiente para interrogarle. Debían de ser más de las diez, porque el sol lucía radiante. Le llevaron a una habitación grande con una de sus paredes destruidas y, por detrás de su cuerpo desnudo, comenzó la lluvia de preguntas: "¿Dónde está Osama Bin Laden? ¿Y el mulá Omar? ¿Qué sabías de los preparativos del 11 de septiembre?" Una y otra vez. Siempre igual. Salam Zaif cuenta que ni sabía ni podía contestar, porque tenía la boca congelada y no era capaz de articular palabra.

Poco después, le vistieron, porque él permanecía con las manos atadas a la espalda y no podía hacerlo. Le llevaron a una celda pequeña, con la puerta rota, y allí volvió a perder la conciencia, no sabe por cuánto tiempo. Cuando se despertó, todo estaba oscuro. Allí permaneció un mes sin saber dónde estaba, sin ver a nadie aparte de sus interrogadores y carceleros, que no volvieron a pegarle pero le impusieron como castigo no dormir, para lo que continuamente hacían ruido, gritaban y aporreaban lo que encontraban a mano.

Un día le metieron en un avión y le trasladaron a Kandahar, una antigua capital de Afganistán, situada en el sur del país, que los talibanes convirtieron en su bastión. El recibimiento fue similar al de Bagram: le desnudaron, le golpearon, le patearon y le preguntaron lo mismo, una y otra vez. La diferencia fue que allí había otros tres prisioneros desnudos presentes, dos afganos y un árabe, y que esa vejación duró menos tiempo, alrededor de una hora y media.

De allí le llevaron a una tienda. Fue la primera vez que estuvo con otros reos y, entre ellos, permaneció los tres meses largos que estuvo encerrado en esa cárcel. "Me trataron peor que a un animal", recuerda.

Un día, mientras dirigía la plegaria -hacía de imán-, llegó un soldado a llevarse a uno de los fieles para interrogarle y, aprovechando que Zaif estaba postrado de rodillas en dirección a La Meca, se sentó sobre su cabeza.

No insultaron al Corán pero, cada vez que los soldados registraban a los prisioneros y encontraban el libro sagrado, se lo tiraban a la cara. Se quejaron, pero aquello era como un campo de concentración y no se les hizo caso hasta pasado más de un mes. Otras veces, rodaban películas en las que simulaban que los detenían, cuando ya lo estaban.

Un día, un paquistaní que tenía dolor de muelas y no había terminado su comida cuando el soldado vino a retirarle el plato, le pidió que le diera un poco más de tiempo porque le dolía la boca y lo que recibió fue un fuerte puñetazo. En protesta se hizo una huelga de hambre de un día.

La prisión de Kandahar era un campo en el que se levantaron tiendas de campaña. Los prisioneros eran alrededor de 700 y cada tienda tenía entre 10 y 20 ocupantes. Para el ex embajador, aquella experiencia denigrante se acabó el 1 de junio, cuando un avión se lo llevó a Guantánamo, la base norteamericana en la isla de Cuba.

El vuelo lo recuerda como uno de los momentos más duros de su vida. Iban atados a una silla de metal por detrás, y al suelo con grilletes. No sabe cuántos viajaron en ese vuelo. Calcula que unos 50. Les pusieron unas gafas oscuras, una mascarilla y un antifaz grueso para que no vieran nada.

Les dieron pastillas, no sabe de qué, pero se las tuvo que tragar. Durante el interminable viaje se meció en los gritos en pastún y árabe y los llantos de algunos de sus compañeros que no podían soportar el dolor de las apretadas ataduras. Sólo fueron desatados al final del viaje.

Llegados al extremo de la isla de Cuba que ocupa la base estadounidense, les dieron un poco de agua y les colocaron sobre una pequeña alfombra, hasta que pasaron la revisión médica. De allí, Salam Zaif fue llevado hasta sus nuevos interrogadores. A diferencia de lo ocurrido en Bagram y Kandahar, no comenzaron por preguntarle por Bin Laden y el mulá Omar, sino que fueron preguntas más complejas que no obtuvieron respuesta.

Lo único que les dijo entonces es que estaba agotado, que necesitaba dormir y descansar porque no era capaz de articular palabra. Pero ellos siguieron y siguieron durante más de dos horas. El ex jefe de la diplomacia del régimen talibán asegura que, si llegó a decir algo, sería porque ya no tenía control sobre sí mismo, estaba semiinconsciente y no recuerda qué fue.

De allí le condujeron por una fila de jaulas. Comprendió entonces que él y sus compañeros formaban el segundo grupo de prisioneros desembarcados en Guantánamo. Le asignaron la jaula número 15. Aquel recinto con barrotes, de menos de dos metros de ancho y algo más de largo, fue durante más de dos años su dormitorio, su comedor y su aseo.

Tenía una excursión diaria o cada dos días para la sesión de interrogatorio, en la que participaban varios agentes, hombres y mujeres, que iban cambiando. Las preguntas se hacían cada vez más complicadas, más diversas, más profundas. Versaban sobre multitud de temas, desde religión y cultura a historia y personalidades internacionales, estrategia militar y política, etcétera.

No volvieron a golpearle, aunque le insultaban muy frecuentemente; las investigadoras, nunca con la violencia de los hombres, y algunas incluso llegaron a tener algún gesto de amabilidad.

Cuenta el ex embajador que, en las jaulas, la comunicación entre los reos se hacía a gritos o transmitiendo de una a otra el mensaje hasta llegar a la jaula de quien debía recibirlo. La respuesta llegaba por el mismo camino. En la jaula no se les permitía tener nada, ni tan siquiera papel o lápiz, tan sólo un pequeño ejemplar del Corán.

Dos veces le afeitaron y le raparon, comenta Salam Zaif acariciándose los rizos de su actual barba y destacando la bofetada que supone para un mulá ser privado de ella. Pero el castigo más frecuente fue el aislamiento.

Cuando llegó, sólo había un bloque de este tipo de celdas aisladas pero, en los cuatro años que permaneció en Guantánamo, se construyeron otros dos más. Los periodos de asfixiante encierro en esos bloques eran de entre un día y una semana. En total llegó a estar confinado en las celdas de aislamiento cerca de cinco meses.

Le castigaban porque le acusaban de mentir durante un interrogatorio o porque la policía militar creaba problemas para que los reclusos saltaran como, por ejemplo, olvidarse de uno de ellos cuando repartían la comida. Cuando el reo reclamaba y exigía su rancho le gritaban que se lo habían dado, le preguntaban dónde había ocultado la cuchara y el tenedor y lo llevaban a la celda de aislamiento. Reconoce también que, de vez en cuando, a alguno de los prisioneros se le escapaba una patada a uno de sus guardianes.

Aparte de desnudarle, lo que considera su peor castigo, su mayor tortura fue psicológica. Le amenazaron frecuentemente con detener a sus esposas y a sus hijos, que permanecieron en Pakistán, si no les decía la verdad en los interrogatorios. Posteriormente supo que agentes paquistaníes se presentaron dos veces en su casa y amenazaron con ponerla patas arriba, pero se fueron sin cumplir su amenaza.

Tras dos años de jaula, Salam Zaif fue trasladado al campo número 4, donde las condiciones de vida eran mejores y más relajadas. Según explica, el campo número 5, el último construido, es bastante peor, porque las celdas son muy pequeñas y el trato es especialmente duro, pero él sólo lo conoció el 11 de septiembre de 2005, día en que recuperó su libertad y se le permitió entrar a despedirse de los presos allí recluidos.

Para entonces ya se habían producido otras 30 liberaciones. El tribunal que revisó su causa dijo que no eran combatientes enemigos. Abdul Salam Zaif no entró en esa categoría, pero el Gobierno afgano le reclamaba y miembros de su servicio de inteligencia fueron autorizados a recogerle en Guantánamo.

El abogado vino a verle por primera vez a su casa en Kabul. "¿Para qué iba a visitarme en Guantánamo si allí no había justicia?", se pregunta sin mover ni un músculo de su cara. De Guantánamo han salido ya 180 afganos -los siete últimos el mes pasado-, pero aún continúan encerrados allí otros 95, junto a otro medio millar de otros detenidos de distintas nacionalidades.

Abdul Salam Zaif, fotografiado el pasado martes en su casa de Kabul.
Abdul Salam Zaif, fotografiado el pasado martes en su casa de Kabul.GEORGINA HIGUERAS

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