Bajo la bandera del socialismo
La sentencia de la academia posmodernista norteamericana contra la teoría crítica de Marx fue un fraude. Ha fungido como el nuevo credo cuia absurdum de las ciencias humanas corporativamente departamentalizadas. Hoy, frente a las guerras coloniales que han inaugurado el siglo XXI, y los genocidios económicos administrados por los bancos mundiales y las organizaciones de comercio global, y frente a los infinitos fenómenos de violencia local y global, esta "superación de Marx" adquiere un significado patético.
El poder militar y financiero del mundo se concentra en las manos de un puñado de corporaciones. Los sistemas jurídicos democráticos permiten grados mínimos de soberanía social, cuando no encubren auténticos sistemas tiránicos en los que rige la corrupción. El terror de Estado que definió programáticamente Hobbes bajo la metáfora totalitaria del Leviatán se impone por las cuatro partes del mundo con la naturalidad de una voluntad divina. En los centros privilegiados de poder mundial, en Londres, Moscú o Nueva York, este terror se pone en escena como sistema de seguridad nacional y la guerra contra un terrorismo que comprende bajo un mismo paquete conceptual las altas tecnologías de destrucción nuclear y biológica del planeta, y en su otro extremo el control digital de todos sus residentes humanos. En las cordilleras y las selvas de Colombia, Ecuador y Perú, en los pueblos kurdos y chechenos, en las altas cumbres del Tíbet, o en las civilizaciones suníes y chiíes de Próximo Oriente todo yace en ruinas.
Las estrategias del espectáculo encubren tras sus infinitas pantallas y su propaganda permanente los procesos de liquidación terminal de recursos naturales vitales como el agua, la tierra y el aire, y los subsiguientes desplazamientos y genocidios de millones de humanos. En lugar de un sistema de producción agrícola adaptado a los ciclos reproductivos de la naturaleza, y a las culturas que han convivido con ella durante siglos, como soñaba el socialista del siglo XVIII Charles Fourier, tenemos que afrontar consecuencias cada día más violentas de los desequilibrios biológicos y atmosféricos generados por un desarrollo industrial ecológica y socialmente irresponsable. La racionalización mecánica del trabajo industrial que Marx y Engels criticaron como proceso de alienación humana adquiere en los campos de trabajo y exterminio del siglo pasado, y en las maquilas del Tercer Mundo, el día de hoy dimensiones delirantes.
El Manifiesto comunista anticipaba la culminación de una edad de barbarie, con hambre en todo el planeta y la extensión de guerras devastadoras como consecuencia de "demasiada civilización, demasiados medios de subsistencia, demasiada industria y demasiado comercio". Y anunciaba precisamente la delirante disolución "en el aire de todo lo que es sólido" desde los deseos más íntimos hasta los medios de supervivencia. Y ponía de manifiesto los "continuos disturbios sociales", las reiteradas "revoluciones de los medios de producción", la "permanente incertidumbre" y una imparable "agitación".
La ambigüedad de la teoría crítica de Marx no reside en su visión de la barbarie civilizada del capitalismo global cuyas últimas expresiones de podredumbre y devastación vemos hoy en todas partes. Su debilidad consistía en su elevación mesiánica del proletariado a la categoría de pueblo elegido por el dios de una historia concebida como progreso lineal. Residía en su fe en la salvación por un espíritu histórico providencial. Sobre los hombros de este proletariado hizo reposar la redención de una humanidad nueva y universal, ni más ni menos como ya lo había programado Paulo. Pero al tiempo que dotó al proletariado de esta magnitud cristológica y trascendente, Marx lo construyó empíricamente a partir de la racionalidad productiva y la disciplina industrial. Por eso, por ser al mismo tiempo la representación de una salvación trascendente y representante de los valores racionales de la industria pesada, el proletariado levantó, en los comunismos soviético y chino, un sistema totalitario de opresión y violentos procesos de acumulación capitalista.
Contra esta lógica congelada del progreso, Antonio Gramsci redefinió la revolución de los sóviets como el triunfo de la voluntad contra Das Kapital. Frente a este historicismo marxista, Mahatma Gandhi reivindicó un socialismo arraigado en sabidurías y tradiciones culturales milenarias. Y José Carlos Mariátegui fundó el socialismo peruano sobre la comprensión cósmica de la unidad de la persona y la comunidad todavía vivas en las culturas quechua y aimara. Paul Tillich concibió el socialismo sobre la base de una ética cristiana que aproximó a sus raíces judías, y a las concepciones bíblicas de comunidad, ley y salvación. Martin Buber entendió el socialismo como la restauración de los vínculos del humano con la creación y la comunidad. En un sentido afín, la crítica del fascismo de Karl Polanyi como consecuencia política necesaria de la economía de mercado, y del correspondiente liberalismo económico, y su subsiguiente propuesta de una ampliación y radicalización de los derechos humanos partía de las premisas metafísicas y éticas de un humanismo cristiano.
Es absurdo decir que se han superado ideales sociales como los que representaron los falansterios de Fourier. En realidad son modelos racionales de supervivencia frente a la destrucción biológica del planeta por las corporaciones genéticas más vigentes hoy de lo que pudieran serlo ayer. El anarquismo de Piotr A. Kropotkin encierra los valores comunitarios más radicalmente democráticos que puedan concebirse para una sociedad moderna. La crítica del militarismo de Lenin es más actual frente a las guerras coloniales de Irak o Colombia de lo que ya lo fuera frente al militarismo industrial del siglo pasado.
Eso no quiere decir que no haya que redefinir las categorías de este socialismo en una época en que bajo su bandera se cobijan políticas socialmente vacías. Es preciso renovar su crítica de la civilización posmoderna. Y recuperar una tradición intelectual olvidada que a lo largo del siglo pasado ha hecho frente a la guerra nuclear y biológica, y a las tendencias totalitarias inherentes a la economía corporativa y a la cultura del espectáculo.
Eduardo Subirats es profesor de Filosofía, Estética y Literatura; actualmente enseña en la Universidad de Nueva York.
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