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Historias de la buena memoria

Jordi Gracia

Pese a los empeños del Parlamento Europeo y pese a algunos botarates locales, el franquismo nunca fue como se suele creer un régimen fascista: un hombre culto y demócrata, ex ministro de la democracia, como Josep Piqué, lo acaba de explicar una vez más y por fortuna liberándose de los cobardes remilgos que otros usan. De hecho, y no se engañen, el franquismo no llegó a romper nunca del todo con las libertades democráticas porque apenas se acercó a ese vértigo enloquecido de los fascismos europeos. Por eso fue claramente neutral en la Segunda Guerra. A lo sumo hubo algo del aparato fascista en las formas externas, muy transitoriamente y sin convicción de sus élites ni de sus políticos, entre otras cosas porque sólo reivindicaban la limpieza de un patriotismo católico y nacional, propiamente español, la Pilarica y la Virgen de Covadonga, y el glorioso Imperio de Hispanoamérica (nunca suficientemente agradecida). No hubo contagio tampoco del pensamiento de Mussolini, a quien nadie apreció seriamente más allá de su habilidad para gobernar con orden y coraje y mucha energía. Incluso privadamente no dejó de ser hazmerreír de algunos por su histrionismo hierático, aunque también romano: es verdad que unos cuantos en España saludaron durante un tiempo, y prácticamente a título personal, con el brazo en alto, a la romana, pero es evidente también que esa fue una iniciativa fracasada que duró poco tiempo y no llegó a significar nada sustancial (como sucedió con la tantas veces recordada camisa azul, cuyo uso decayó también tempranamente). Tampoco hay una relación directa entre Falange y el desarrollo de la guerra, por mucho que sea una versión interesadamente extendida que calla las auténticas responsabilidades de la República en lo que hace a llevar al país a una sima infernal y sin regreso; y además esa confusión responde a un típico hábito hispánico, el de mezclarlo todo simplificando mucho y sin discriminar nada.

Desde luego, tampoco puede confundirse la Falange española con los partidos fascistas europeos, y nadie entre los falangistas quiso otra cosa que hacer una España más pura y más justa. El culto a la violencia y a la disciplina, y la ruptura misma de las reglas democráticas, fueron asuntos ajenos a la derecha española en todos sus colores porque en realidad fue al revés: secretamente, y es algo que no se suele decir, ésa era la auténtica raíz de las izquierdas del Frente Popular, y eso explica que no hubiese más remedio que atajar sin contemplaciones el gobierno nacido de las elecciones de febrero de 1936. Imaginen qué hubiese pasado si se les deja campar por la brava y no se les hubiese dado la lección que pedían a gritos.

Por lo demás es un despropósito hoy pretender que un abogado respetable y culto como Ramón Serrano Suñer se sintiese tentado por soluciones totalitarias al armar el nuevo Estado en plena guerra. El hecho mismo de que nuestros abuelos fundasen revistas que se llamaban Jerarqvía y se subtitulaban Gvía nacionalsindicalista lo único que demuestra es el afán de regenerar la vida humillada y plebeya de los españoles desde supuestos modernos, actualizados, rompiendo lanzas en favor del progreso social y el engrandecimiento de la patria. Por eso a nadie en su sano juicio se le ocurrió protestar en voz alta de la vigilancia católica de los servicios de orientación bibliográfica, o lo que algunos llamaban entonces, con flagrante falta de precisión, censura. No era cuestión de dejar circular sin más ni más, o sin ton ni son, como quien dice, las bravatas de este o de aquel desinformado, o las opiniones sin contrastar, ni desde luego las palabras malsonantes o las ideas de cualquier desequilibrado. Ese ejercicio regulador de la convivencia no tiene nada que ver con el control de las ideas ni la amputación de las libertades, como de manera muy melodramática suelen repetir algunos resentidos. Razones de profunda higiene moral y el respeto a la verdad aconsejaban ser estrictos en este asunto: quién quería ver a un hijo suyo en contacto con el ateísmo, el marxismo o la áspera razón, siempre tan desesperanzadora. Si la santa madre iglesia había decidido asumir sus responsabilidades históricas y educar por fin, sin excluir a nadie por razón de sexo, de clase o de pinta, a todos los españoles bajo su manto y magisterio, a qué había de hacer falta otro criterio más que el suyo; de dónde habría de proceder otra fuente más alta de saber esencial y justo que de nuestros obispos y doctores.

Y si las cosas hubo que hacerlas un poco por la fuerza es porque los españoles son recios de natural y algo brutos, y no bastaba con explicarles lo que cualquiera debía llevar en su corazón: que España es católica por nacimiento y por fermento, y eso lo sabían entonces y lo saben hoy, estos últimos días sobre todo en Valencia, los niños de pecho. ¿Que hubo que depurar también el magisterio, la enseñanza media y las cátedras universitarias? Hombre, yo no lo diría así: simplemente, algunos de aquellos personajes del pasado republicano no encajaban con armonía en los planes del nuevo poder y, es lo lógico, hubo que atender a las necesidades del servicio para profundizar en la correcta dirección hacia la plenitud de la España católica y tradicional, bien entendido que tradicional en su esencia, pero actual en sus formas. Claro que hubo también que enchironar a algunos, o despacharlos directamente, pero nunca se ponderará bastante que fue un sacrificio doloroso, un precio amargo que hubo que pagar por redimir a España. Da una grima difusa, indefinible, ese afán enfermo de tantos por llamar fascista a un Estado que veló por el bien de la patria y de cuya labor sacrificada y tenaz hoy somos los principales e ingratos beneficiarios. Para qué hará falta, además, una Ley de la Memoria Histórica, y qué prisa puede haber para poner en marcha resortes pedagógicos integrales sobre el pasado, si todo es tan claro explicado de acuerdo con la probidad y la justicia histórica. ¿No?

Si al llegar aquí no están sumidos en la desesperanza más negra es que tenemos en España todavía un considerable problema. Lo esperable es que se hubiesen llevado las manos a la cabeza hace mucho rato, estupefactos ante los crudísimos embustes de semejante versión de los orígenes del franquismo. Lo verdaderamente grave, sin embargo, es que demasiada derecha española de hoy, incluso democrática y civilmente culta (como esa que tantas veces echó de menos un socialdemócrata moderado como Dionisio Ridruejo), lo crea a pies juntillas. Y creer a pies juntillas es la manera más abyecta de intentar comprender nada.

Jordi Gracia es profesor de Literatura Española de la Universidad de Barcelona y autor de La resistencia silenciosa (2004).

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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