Obispos y masones ante la política nacional
Tiene razón el abad de Montserrat, Josep María Soler, cuando, en una entrevista publicada por este periódico el pasado domingo, declara: "Un sector de la jerarquía católica tiene nostalgia del nacional-catolicismo". Al finalizar el pasado curso político, el cardenal Rouco Varela se mostraba muy preocupado por la reforma del Estatut de Cataluña y por la unidad de España e intentaba que los obispos se pronunciaran colectivamente sobre el asunto. Pero muchos cristianos católicos se preguntaron entonces y se preguntan hoy: ¿qué tiene que ver la doctrina de Cristo con la unidad de España, la de Yugoslavia o la del Reino Unido?, ¿qué relación hay entre la doctrina cristiana y la defensa de la Corona o la República?, y así un largo etcétera. Para ser buen cristiano, nada debería importar seguir una u otra política. Sin embargo, la tradición de la institución eclesiástica ha sido en muchos periodos la de influir políticamente en el rumbo de los pueblos.
Durante siglos, el poder eclesiástico era capaz de coronar y también destronar a reyes y emperadores, consagrando así su influencia en el mundo profano. El argumento de fondo era que la fe sin obras poco alcanza, por lo que las autoridades eclesiásticas creían que debían buscar lo mejor no sólo para la religión de la que son cabeza visible, sino también para la sociedad en su conjunto. Lástima que este planteamiento haya llevado en ocasiones a la Iglesia a torpes apoyos, como los que dio al absolutismo de los reyes y al sistema inquisitorial, y a torpes condenas, como las del liberalismo, las huelgas, la libertad religiosa y otros derechos humanos hoy reconocidos también por el Vaticano.
Por similares razones, el poder católico condenó a la masonería, que estaba ligada a los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, lo que condujo a que muchos católicos franceses, belgas y españoles que pertenecían a las logias las abandonaran o se hicieran anticlericales. Lo último ocurrió con más fuerza en Italia durante la lucha por la unidad política de este país, que también fue condenada por la Iglesia. Pero también hubo muchos católicos que entendieron que su fe no estaba en contradicción con el hecho de ser masón, como hay independentistas vascos o catalanes que no entienden que sus opiniones políticas vayan contra Cristo.
Tanto la masonería como la Iglesia han cambiado en el pasado siglo. Aunque aún interviene excesivamente en la política de Estados ajenos al Vaticano, la Iglesia ha aceptado institucionalmente los principios democráticos y la libertad e igualdad que se han impuesto en nuestras sociedades. Ya no excomulga a los masones y éstos no son necesariamente anticlericales. Hay incluso muchos que son católicos y practicantes, por lo que no ha de extrañar que en las logias se pueda contar con la presencia de clérigos y hasta ungidos con óleo episcopal.
La masonería no lucha contra ninguna religión y acepta todas siempre que sean versiones tolerantes y no fanáticas de la creencia. Cabe recordar que la masonería regular no es una religión, ni siquiera un sincretismo o mezcla de todas, sino un sistema iniciático de moral y aprendizaje por medio de símbolos. En la masonería cada uno cree lo que quiere y la figura del Gran Arquitecto del Universo es, como el templo, sólo un símbolo, que el masón musulmán puede concebir como Alá, el cristiano como el Dios trinitario, el judío como Jehová y el que tiene vagas ideas al respecto como un referente simbólico útil para su desarrollo interior, para aprender y para unirse a sus demás hermanos, los hombres todos.
Es cierto que la masonería tuvo gran influencia en otras épocas en fenómenos políticos como la Revolución Francesa, la de 1830 y otras, aunque rara vez se pronunció de modo institucional, porque sus estatutos excluyen hablar de política o religión en sus reuniones o tenidas. Entre sus columnas hubo conocidos anticlericales, como Voltaire, pero también personajes como Joseph de Maistre, conde filósofo que defendió en su libro sobre el Papa el poder temporal y espiritual de la Santa Sede.
Pueden resultar comprensibles ciertos enfrentamientos del pasado, cuando defender la libertad, la igualdad o la tolerancia era revolucionario. Pero los tiempos han cambiado y muchos cristianos católicos se sienten hoy ilustrados y hasta librepensadores, lo que no impide que la política de la jerarquía eclesiástica sigue siendo visible, aunque no tanto como en los tiempos en los que imperaba casi sin límites.
La masonería internacional y regular, por el contrario, no habla oficialmente sobre política o religión, para dejar libertad absoluta a sus miembros: lo que la conciencia le diga a cada uno, que, como decía Santo Tomás de Aquino, es la máxima voz a seguir.
Por eso, no debe extrañar a los ciudadanos españoles que algunos masones recen por los obispos, mientras otros desdeñan sus criterios políticos. En todo caso, Cataluña o Euskadi desarrollarán sus destinos sin proclamas masónicas que apoyen una dirección u otra, aunque haya masones en un campo y otro del combate de las ideas, buscando todos lo que creen mejor para la sociedad.
Tal vez los obispos busquen lo mismo, si bien ellos no emiten opiniones como individuos, según hago yo aquí, sino como institución.
Ilia Galán, profesor de Estética en la Universidad Carlos III de Madrid, es director de la revista Conde de Aranda. Estudios a la luz de la francmasonería.
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