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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una pesada herencia

Shinzo Abe, que será elegido la semana próxima por el Parlamento primer ministro, tiene complicado pilotar Japón después de Junichiro Koizumi, que abandona el cargo en plena popularidad después de cinco años largos, como lo imponen saludablemente las reglas de su partido. Abe, de 51 años, inusualmente joven para los usos nipones, carece del carisma, la autoridad y la telegenia tan útil a su protector. Tampoco hay ningún signo en su biografía política que le delate como probable transgresor del acrisolado conformismo político japonés.

La herencia de Koizumi, un radical para el estándar de su país, va a proyectar una pesada sombra sobre su heredero. El singular jefe del Gobierno saliente, de 64 años, deja un Japón felizmente semiirreconocible. Ha reformado política y económicamente una nación puntera que en 2001, cuando llegó al poder, llevaba una década estancada. Koizumi ha conseguido, sin perder popularidad entre los votantes, romper el oscurantismo de su incombustible Partido Liberal Democrático (PLD), dominado por la vieja guardia y que ha gobernado Japón prácticamente sin interrupción desde la Segunda Guerra Mundial. Y ha quebrado el triángulo de hierro formado por las megaempresas, la burocracia estatal y el partido virtualmente único, una colusión que ha dictado durante décadas las normas en la segunda economía del mundo, al precio de encadenar escándalos y corrupción.

En su crédito hay que anotar también la privatización del sistema postal, en realidad el mayor banco del mundo, caja básica que engrasaba esa viciada concepción del poder y tabú histórico para sucesivos gobernantes japoneses. O la progresiva implicación de Tokio en los grandes asuntos de la escena internacional (Irak incluido) y el fortalecimiento de sus medios militares. La gran asignatura pendiente de Koizumi, que su sucesor ha prometido retomar, es la reescritura de la Constitución pacifista impuesta en su día por Estados Unidos, que veda ahora a Japón participar en la seguridad colectiva conforme a su rango global.

El enigma Shinzo Abe, a quienes algunos consideran un derechista visceral pese a alinearse formalmente en el campo reformista, tiene dos retos definitorios inmediatos. Uno es conseguir la anuencia sin zancadillas de las diversas facciones del partido gobernante, que le designó líder el miércoles. El otro, formidable, entenderse con China, zanjando sus agravios históricos. Pekín admitía ayer como una de sus prioridades mejorar unas relaciones que el mandato de Koizumi ha colocado bajo mínimos, pese al privilegiado intercambio comercial entre los dos poderes del norte de Asia.

Como Koizumi, Abe también visita regularmente el santuario donde los japoneses honran a sus caídos en guerra, entre ellos un puñado de notorios criminales. Pero algunos indicios sugieren que piensa la política exterior en términos más pragmáticos que su emotivo predecesor. Si es así, Tokio ganará puntos entre sus vecinos regionales, que siguen exigiéndole un inconfundible acto de contricción por las atrocidades de sus soldados durante la Segunda Guerra Mundial.

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