'Las alas de Simona'
LA CRÓNICA
Creo que una de las cosas que más me emociona del mundo es ir al teatro. Con sus bambalinas, sus camerinos, telones, luces, sonidos... Eso me pasa porque tengo alma de estrella pero no las habilidades que se requieren para serlo. Canto regular tirando a mal, me avergüenzo cuando me ven llorar y bailo lo justo para seguirle el ritmo a las sevillanas en el caso de que alguien me presione llegado abril. Con semejantes características se habrán dado cuenta que mi carrera como artista no puede más que estar frustrada. Por eso me gusta ir al teatro. Allí, otros cumplen mi sueño mientras me mantengo segura en la clandestinidad de mi butaca. Estaba deseando que el Lope de Vega diese el pistoletazo de salida a la nueva temporada 2007 para saciar mi hambre de escena.
El pasado jueves, el teatro se abrió de nuevo decidido a innovar y romper pautas, acercando hasta nuestra ciudad el trabajo de grandes artistas de muy distintas disciplinas: Música, danza, teatro, pintura, fotografía, escultura... Todo ello forma parte del Festival Internacional Escena Mobile dirigido y producido por Esmeralda Valderrama y Fernando Coronado. En este festival participan personas con algún tipo de discapacidad con unos objetivos bien claros: Superar prejuicios, eliminar etiquetas, normalizar un tipo de creación artística que hasta el momento viene siendo tratada de una forma excepcional y acercar a los grandes escenarios a grandes artistas que, en ocasiones, quedan fuera de los circuitos habituales.
Y es que, la propia selección previa de algunos directores de teatros, elimina cualquier posibilidad de que el público llegue a conocer a gente de la talla del polifacético Patrick Hughes, la bailarina Simona Atzori, Agustín Hurtado... compañías como Théàtre du Cristal, Stop Gap o Pescara Dance Festival. Por suerte, Antonio Álamo, el flamante director del Lope de Vega, no es de esos que nos los niegan. Así que, al teatro me encaminé el pasado viernes, con el corazón y los ojos bien abiertos, preparada para dejarme seducir por el espectáculo. En primer lugar, apareció en escena un hombre rubio, subido en su silla de ruedas. Patrick Hughes se colocó frente al piano, con gesto sereno comenzó su interpretación. Tras terminar su primera pieza, se acercó delicadamente al micrófono y comenzó a hablar.
Recuerdo perfectamente cuándo fue la primera vez que escuché en mi vida la palabra showman. Eran los años ochenta, cuando las teles privadas paseaban a las Mama Chicho con tangas de vértigo y organizaban concursos que dejaban a los televidentes desconcertados porque Ruperta ya nos parecía lo bastante glamurosa. Recuerdo que alguien colocó el comentario de showman junto al nombre de Emilio Aragón. Al parecer presentar, cantar y tocar el piano con el mismo grado de habilidad, le convertía en ello sin ningún género de dudas. Así que volví la vista al escenario del Lope de Vega, miré de reojo a Patrick Hughes y llegué a la conclusión de que él también era un showman porque, desde el momento en el que ese pianista, trompetista y cantante de los más variados estilos se acercó al micrófono, se metió al público en el bolsillo. Patrick, nació sin ojos y sin apenas movilidad en brazos y piernas, pero eso no le ha impedido aparecer, gracias a su natural talento, en revistas como People y Sports Illustrated. Por si fuera poco, fue portador de la antorcha olímpica en el 2001, ganó en 2005 el concurso Panasonic Young y ha actuado en el John F. Kennedy Center de Washington. Pero lo que terminó de convencerme de su categoría de showman fue su capacidad comunicativa. Con su acento de Kentucky, explicó cada melodía que interpretaba con un gracejo propio de las tierras del sur de España. Y es que dice que deseaba visitar nuestro país. Tan feliz estaba por venir a Sevilla que, en honor de la ciudad, incluyó en su repertorio la Suite Española de Isaac Albéniz.
Pero el espectáculo no había hecho más que empezar. Tras la actuación de Patrick Hughes surgió en escena un hada. Tal y como lo oyen. Tenía las piernas ligeras, el cabello largo, rizado, verdoso, como una cascada de musgo. Se elevaba en zancadas, volteretas y estiramientos enhebrados en la coreografía de un espectáculo de danza llamado Trittico. El hada se llama Simona Atzori y, como una Titania del siglo XXI, caminaba junto con otras hadas, las bailarinas Nyreen di Sante, María Cristina y Martina Scuderi.
Interpretaron las piezas Amen y Legami, pero fue esta última la que me dejó conmocionada, con la respiración cortada, el corazón arrugadito como una pasa y las lágrimas al borde de los párpados. Simona no tiene brazos, pero voló por el escenario porque llevaba puestas sus alas de hada. Legami pretende mostrar la inutilidad del aspecto, la ruptura de unas ataduras que niegan el desarrollo del arte para muchas personas discapacitadas. Ya decía Victor Hugo que el cuerpo humano sólo es la apariencia que encierra nuestra realidad, y que la realidad es el alma.
Salí del Lope de Vega convencida de que el arte, como tal, no habita en la piel ni en los músculos ni en los huesos ni en los fluidos corporales. El arte vive en esa parte nuestra, imperecedera, volátil, libre. El arte vive en el alma.
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