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La fortaleza política del Estado de derecho

La democracia, a pesar de ser objeto de estudio de numerosos intelectuales, no deja de ser un concepto tan complejo como difícil de delimitar en su percepción. No hay más que ver los estudios de opinión, cuando se les pregunta a los ciudadanos, qué entienden por democracia. No obstante, parece que podamos encontrar cierto consenso, al considerarla como un instrumento muy válido para la legitimación del poder. Legitimidad y poder se dan la mano, además, cuando se prevé que ambas convivan en un marco donde se salvaguarden los principios de igualdad, libertad y solidaridad.

Las transformaciones que, a lo largo de la historia, se han ido produciendo en el Estado han puesto de manifiesto que los fundamentos de éste están en la forma en que se impulsa la consecución de estos principios. De hecho, Locke, Bolingbroke y Montesquieu diferenciaron los tres poderes para garantizar la protección de los derechos individuales y limitar el poder absoluto de cualquiera de ellos, desagregándolos en tres parcelas para que se vigilasen entre sí.

Fue una construcción teórica ambiciosa pero difícil de plasmar entonces y difícil de conseguir ahora. Sin embargo, en el imaginario colectivo que hemos construido, en la mayoría de los Estados sociales de derecho hemos llegado a creer que tal separación existía. Sobre todo, porque las formas así lo reflejaban, y eso mantenía, aparentemente, la credibilidad en un Estado como institución neutra.

Las mayorías absolutas han demostrado la estrecha interrelación del legislativo y el ejecutivo, y aunque ha sido un tema ampliamente debatido, se ha terminado por aceptar que es una consecuencia del propio sistema. En cambio, parece que no estuviésemos preparados para integrar en nuestro imaginario político la posible vinculación entre la política y la justicia. ¿Es que dudábamos de que los magistrados tuviesen ideología? Entonces, ¿por qué rasgarse las vestiduras cuando es la Constitución la que establece que, en su mayoría, los magistrados sean propuestos desde la política: Congreso o Senado?

Lo que quizá pueda sorprender más es que se cuestione su neutralidad, a sabiendas de que está garantizada desde la existencia de un pluralismo efectivo, y desde la profesionalidad de aquellos que han de interpretar la ley, salvo que sea una nueva manifestación del cambio en las formas de hacer política al que asistimos desde hace seis años y que desconcierta, hasta la incredulidad, la apatía, y la desafección, al ciudadano.

La politización de la justicia, la judicialización de la política es algo comprensible, lo que no parece lógico es la exaltación de este hecho como si se demostrase la debilidad del Estado de derecho.

Por ejemplo, la falta de transparencia no deja de ser un símbolo de la debilidad de un Estado de derecho, pero la corrupción institucionalizada podría llegar a ser, si no se aborda desde los mecanismos que la ley establece, la consecuencia de un Estado enfermo. Hoy el Estado de derecho español está sano.

La desconfianza de los ciudadanos hacia las instituciones pudiera ser un estadio previo al fortalecimiento de un Estado de derecho débil, pero el descrédito continuo de las instituciones llegará a ser la consecuencia de un Estado enfermo, si la clase política no lucha por devolverle, desde la racionalidad y la mesura que conllevan la práctica de la responsabilidad política, el valor que tiene y la función que presta de servicio a la ciudadanía.

El debate, la controversia, la ineficacia en la resolución de los conflictos, son propios de un Estado social y de derecho que se fortalece, pero no lo es fomentar juicios de intenciones, engendrar incertidumbre, confundir a los ciudadanos hasta enemistarlos entre sí, porque ¿hacia dónde nos dirige esto?

La reflexión y la crítica constructiva son necesarias, pero, se nos obliga a discutir sobre los mismos temas desde hace tres años, al dudar de un Gobierno legítimo resultado de unas elecciones competitivas. Se cuestiona la fortaleza del Estado dando relevancia a aspectos que en nada afectan a la credibilidad de las instituciones. Se vacía de contenido lo que siempre fue un logro o un signo de la civilización: la fuerza del mejor argumento, es decir el diálogo, demonizando esta palabra, cuando siempre fue una meta en la mentalidad de los que tratan de abolir la violencia del tipo que sea. Se pone en tela de juicio cualquier opinión que se asemeje a una de las posiciones de los partidos mayoritarios, debilitando la libertad de expresión, fomentando el miedo de intelectuales y periodistas a ser calificados de una parte o de la contraria; cuando en la mayoría de las ocasiones sólo se busca ser voz para reforzar la democracia.

¿Qué queréis hacer con el poder?, sería la pregunta que una sociedad civil fuerte debería hacer a los políticos antes de elegirlos. Sin que hubiese oportunidad de que la otra parte arrebatase a la sociedad el mayor progreso alcanzado: la convivencia pacífica y el entendimiento entre las partes. Desechando conceptos viejos que basaban la fortaleza de un pueblo en la debilidad del pueblo vecino, entreteniéndolos en pequeñas batallas, mientras una minoría hacía y deshacía sin que nadie tuviese tiempo, interés y recursos para ver cómo se ejercía ese poder y qué efectos tenía.

El ciudadano debe exigir que se explicite cómo se entiende el poder: si como un medio para salvaguardar y garantizar los derechos de los ciudadanos, o como un fin en sí mismo en el que todo vale, hasta cuestionar el Estado de derecho, para poseerlo y administrarlo. Porque durante siglos ha habido más luchas por poseer y administrar el poder que por ponerlo al servicio de la ciudadanía; y esto, que se aleja de la ética y la responsabilidad política, no es nada saludable para un Estado de derecho.

En el siglo XXI la forma de hacer política debe de ser de otra manera, porque las fronteras en un mundo económicamente globalizado tienen poco sentido, los flujos migratorios, en un mundo comunicado, no son controlables. La pobreza, la desigualdad y la exclusión social se mueven, ya no están quietas a miles de kilómetros. Los cambios climáticos nos afectan a todos, no los frenan las fronteras.

Poco sentido tiene mirar tanto hacia atrás, si ello nos enfrenta. En el siglo XXI, la política no puede abandonarse en las manos de aquellos que pretenden que la historia no avance, que luchan por desarticular a la sociedad dividiéndola y enfrentándola. La política no puede permitirse más lujos que el de fomentar su crédito y su credibilidad, así como la confianza en las instituciones, si busca la sostenibilidad de la propia política y, sobre todo, de la democracia.

Susana Corzo Fernández es profesora de la Universidad de Granada.

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