Memoria democrática y cansancio histórico
Más de un cuarto de siglo después de la tentativa de golpe militar contra la naciente democracia recuerdo el estado de ánimo de aquellas horas de la tarde y noche de un 23 de febrero: un inmenso cansancio. No fue la rabia ni el miedo, ni la ansiedad por el resultado de aquella patética patochada, ni la resignación tampoco. Fue cansancio de tener que volver a empezar, reuniones ilegales y detenciones policíacas, censura para la cultura y abusos de poder, lenguajes crípticos para decir algo en público y probables estadías en la cárcel o el exilio. Cansancio de tener que volver a esconder papeles (ésta fue mi primera actividad aquella tarde: ir con el auto cargado de archivos del PSUC a una casa teóricamente segura de Santa Coloma). De organizarse para algo tan elemental como es ejercer derechos humanos básicos. Al día siguiente el golpe había fracasado y entonces más que nunca uno sentía que lo que fue el franquismo no podía volver a repetirse.
Jordi Borja El conocimiento de la verdad sobre el pasado nos puede hacer críticos hacia el presente
Estos días se han aprobado leyes de memoria histórica en el Congreso y de memorial democrático en Cataluña. Los opositores a las mismas argumentan que es crear un clima recordatorio del enfrentamiento que dividió al país, de la Guerra Civil y de sus consecuencias, la larga dictadura. Lo cual, si fuera así, si éste fuera el objetivo o el resultado no querido, no importa, el peso de la memoria podría ser insoportable. Georges Steiner esta semana en su espléndida conferencia en el Instituto de Historia nos decía que en Europa la memoria pesa mucho; se preguntaba si a veces no había un exceso de memoria e, inmediatamente, añadía: pero el negacionismo es una blasfemia. El no recuerdo es una tentación ante un pasado trágico y es lícito que haya personas que no quieran rememorarlo. Pero la democracia, sus instituciones, sus medios de comunicación, su cultura y su opinión pública no pueden rechazar la memoria, pues la omisión es asumir la verdad oficial de la dictadura, es la mentira. Como dijo Magris, lo que se opone a la memoria no es el olvido, sino la verdad. Y la verdad es necesaria para evitar las confrontaciones violentas del pasado y garantizar el futuro democrático.
Con más o menos buena intención se pretende a veces establecer una equivalencia, o una simetría, entre República y alzamiento militar, entre dictadura y oposición democrática. Todos cometieron excesos, volvamos la página. Pero si equivalencia aplicamos, entonces la respuesta lógica sería: seamos simétricos, vamos a dar a todos los que fueron protagonistas y colaboradores de la dictadura el mismo trato que ellos dieron a los que defendieron la República y se opusieron al franquismo. Y les debería aplicar reglas similares a los bandos, decretos y leyes del régimen anterior.
Unas normas de nombres tan expresivos como ley de represión de la masonería y del comunismo, que contenía una curiosa definición de comunista: "son comunistas los comunistas, los socialistas, los anarquistas y los similares". O las leyes depuratorias, de responsabilidades políticas, que establecían medidas que incluían la pena de muerte inconmutable para los que habían ejercido responsabilidades durante la República y que supuso una depuración masiva en la función pública, como expuso con rigor el fiscal Carlos Jiménez Villarejo en el reciente Coloquio sobre el Memorial Democrático. O el extraño tribunal de espionaje y otras actividades (así se llamaba el que me procesó en los años sesenta por sospecha de pertenencia a un partido político) y luego el famoso tribunal de orden público, que calificaba cualquier opinión o actividad opositora como propaganda ilegal y organización ilícita y condenaba a largos años de cárcel. La simetría podría conducir a una aberración por su imposibilidad material, por pretender corregir una injusticia con otra y por la perversidad moral que supone establecer equivalencias entre la dictadura y la democracia.
No encuentro nada en las leyes aprobadas que indique ninguna intención represiva hacia nadie. Pero lo que no puede permitirse un Estado democrático es que se mantenga la criminalización de los que se opusieron a la dictadura aceptando la legitimidad de la represión, es decir, los juicios de los demócratas. Ni tampoco que se exalten actos y personajes del franquismo en el espacio público, en el nombre de las calles o en los monumentos. Las víctimas tienen derecho a la reparación y los que se opusieron a la dictadura, al reconocimiento, pero como argumentaba en este mismo periódico hace unos meses Joaquim Sempere, más que una necesidad de ellos es un deber del Estado consigo mismo y con la sociedad. Es suprimiendo cualquier vestigio de legitimidad de la dictadura que se fortalece la democracia. Es volver página de verdad. Y tener que argumentarlo y defenderlo ante el alud demagógico que se ha iniciado es lo que produce un irremediable cansancio histórico. La derecha española es cansadora, terriblemente aburrida. Y el derecho a no aburrirse es un derecho humano.
Más estimulante sería discutir qué hará este Memorial Democrático que ahora existe porque lo dice una ley. Y, como dice el bolero, el "soy tuyo pero de nada te vale, soy tuyo porque lo dice un papel". Y para que sea nuestro, es decir, sirva al progreso democrático, hace falta ahora una entidad, una sede, un programa de actividades, una oferta permanente de servicios, un presupuesto. Y una orientación hacia el futuro. El conocimiento de la verdad sobre el pasado nos puede hacer críticos hacia el presente. Y no está de más recordar que estilos y actos actuales recuerdan demasiado el mal pasado que arrastramos. Una historia que siempre terminaba mal, como decía Gil de Biedma. Que así no sea.
Jordi Borja es profesor de la Universitat Oberta de Catalunya.
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