Exportación de catástrofes
Nos hemos acostumbrado a convivir con la posibilidad del accidente grave y del colapso por contaminación, sin querer ser muy conscientes de ello. En Cataluña tenemos la amenaza permanente de las centrales nucleares de Vandellòs, a menudo averiadas y con extraños fallos. Pero preferimos olvidarlo. Además, ciertos países desarrollados, generalmente con una sociedad civil que tiene ya una tradición de exigencia y en donde se ha instalado un lenguaje de lo políticamente correcto en cuestiones de medio ambiente, vierten la basura y la contaminación en los territorios de los países en desarrollo. En esto, modernidad y posmodernidad han sido igual de hipócritas. Mientras Inglaterra y Francia proclamaban la Ilustración y la democracia, fomentaban el más duro esclavismo y la explotación más cruel en las colonias. Hoy, países que se pretenden modelos de sostenibilidad, como Finlandia, Suecia o Canadá, cumplen ciertas normas internas, pero externalizan la parte sucia de sus explotaciones en países en desarrollo. Los que vivimos en los países desarrollados preferimos no saber qué pasa con nuestros ordenadores y electrodomésticos cuando se convierten en basura, ni ver que trabajadores en India, Bangla Desh, China o Lagos reciclan las piezas una a una en condiciones infrahumanas.
El confort de nuestras formas de vida tiene repercusiones globales
Hay un largo historial de catástrofes exportadas, en el que España a veces ha sido la víctima, como el derramamiento ocasionado por la empresa sueca Boliden Metall en el río Guadiamar, cerca del parque natural de Doñana (después de haber envenenado dos barrios de la ciudad portuaria de Arica, en Chile), o como el desastre del vertido de petróleo del Prestige en la costa de Galicia. Otras veces son empresas españolas las que cometen los abusos, como el incumplimiento de una parte de los compromisos de inversiones por la petrolera Repsol YPF en Neuquén, Argentina.
Hay indicios impunes, como que las reservas de agua dulce en la Triple Frontera entre Argentina, Paraguay y Brasil, el Acuífero Guaraní, están bajo observación militar de Estados Unidos; o como que diversas multinacionales tengan como objetivo utilizar el eje de los ríos Paraná y Paraguay para apropiarse de la riqueza de la zona. De hecho, algunos mapas en los libros de texto incluyen ya como territorios protegidos por los norteamericanos enclaves ricos en biodiversidad de la Amazonia de Brasil; y de hecho, los mismos potentados de los países que externalizan su huella ecológica están comprando las mejores áreas naturales de Suramérica.
Una de las luchas más emblemáticas es la que mantienen los pobladores de Entre Ríos contra la papelera finlandesa que se ha instalado en la parte paraguaya; una empresa de producción de pasta de papel que puede contaminar gravemente el río y que ha generado grandes protestas de los habitantes de la parte argentina y fuertes tensiones diplomáticas.
Uno de los casos más graves y descarados se produce en México, donde una empresa canadiense, propietaria de la Minera San Xavier, está destruyendo el patrimonio fundacional y la colina del Cerro de San Pedro, que dio origen e imagen a la ciudad de San Luis Potosí, a pesar de la oposición de los habitantes que quedan en el lugar y de los sindicatos y grupos ecologistas y alternativos de la ciudad. La lucha contra esta manera de explotar los recursos sin tener en cuenta a la comunidad tiene un doble motivo: no sólo desprecia, destruye y privatiza un paisaje originario y un patrimonio de los siglos XVIII y XIX, sino que el cianuro que se utiliza en la extracción para separar la plata está contaminando el suelo y el agua que alimenta a la ciudad y que beben las aves en las piletas de lixiviación.
No olvidemos que la economía española, hoy tan boyante, lo es en parte por las grandes y rentables inversiones en los últimos años de los bancos y las compañías de energía y de telefonía en América Latina, conseguidas a veces sin aportar mejoras sociales en el contexto, y otras haciendo una buena política cultural, como la del Banco de Santander, que crea centros culturales, como el de Porto Alegre, y que otorga becas a los estudiantes en Brasil.
El confort de nuestras formas de vida locales tiene repercusiones globales; y viceversa. Por tanto, no deberíamos ignorar el precio que se paga por nuestra calidad de vida, cómo externalizamos los efectos de nuestros lujos y consumos. En nuestras sociedades del bienestar, hipócritas y políticamente correctas, somos cómplices del envío de basura y contaminación, explotación salvaje y expulsión de pobladores hacia donde no se ve y pocos saben.
Josep Maria Montaner es arquitecto.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.