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Del oro negro al petróleo verde

Usamos palabras como "agonía", "viático", "sinfonía" o "patológico", sin recordar ya la imagen o metáfora de la que proceden; seguimos llamando "mechero" o "cerillas" a objetos que no tienen ya mecha ni están fabricados con cera; decimos que las cosas están "limpias como una patena" cuando ya nadie menor de 30 años sabe lo que es eso. ¿Quién nos asegura pues que dentro de unos años no sigamos hablando del "oro negro" cuando lo más apropiado ya irá siendo llamar al oro "petróleo amarillo", y a la biomasa "petróleo verde"?

El petróleo: ese pudridero arcano que orienta y acaudilla todavía la geopolítica de nuestros días; ese operador universal, infinitamente versátil, que nuestras máquinas pueden transformar en luz, en velocidad, en frío o en calor. Volvemos hoy a hablar como nunca desde los años setenta del pasado siglo de ese petróleo cuyo precio sube haciendo subir al mismo tiempo el precio de todo lo demás. ¿Y no les parece grotesco el hecho mismo de que el rendimiento de nuestros aparatos más modernos y la base de nuestra economía dependan de esos depósitos de plantas y animales muertos y comidos por las bacterias desde hace millones de años?

Los biocombustibles hacen que la gente compita con el hambre de las máquinas
Hace falta mucha energía fósil para producir la nueva energía verde

Pero el hecho es que también aquí, como en el lenguaje, vivimos de la renta de un pasado que se agota, y con la hipoteca de un futuro que compromete el de nuestros hijos. Muchos, sin embargo, creen haber encontrado la solución. Acabada la explotación de la antigua y ya rancia energía fósil -dicen-, incapaz la tierra de asimilar en el futuro los desechos atómicos, vamos a utilizar ahora la energía de la actual biomasa. Nuestros pozos pueden secarse pero ahí están, a la luz del día y siempre renovables, los etanoles de la soja o el maíz que han de permitirnos seguir la carrera de un progreso económico basado en la simple y llana explotación del entorno.

¿Es ésta la solución -el paso del oro negro al petróleo verde-, o es sólo una nueva versión, agravada, quizás, del mismo problema? ¿No vendrá a ser un "regalo envenenado" como resultó serlo la temprana unidad y conquista de América para Castilla? Gracias a la Nueva Frontera abierta en 1492 se pudo seguir allí soñando en un futuro heroico y caballeresco. Como escribió Marx, "gracias a ello la meridional imaginación ibérica pudo enterrar las antiguas libertades comuneras". "El éxito colonial y comercial de España -añadió aún Max Weber- no estimuló el desarrollo tecnológico, ya que descansaba sobre un principio expoliativo y no sobre un cálculo de rentabilidad basado en el mercado".

Así, la afluencia de metales preciosos supuso para España una paralela regresión del desarrollo capitalista.

¿Y qué dirían hoy Marx o Weber ante el descubrimiento de esos cereales preciosos con que se alimenta medio mundo y que en adelante van a tener que competir con la voracidad de las máquinas?

¿Pondrían sus esperanzas, como algunos técnicos de hoy, en una "segunda generación" de biomasa, más "sostenible", a partir de la celulosa? ¡Pero si ya sabíamos que los libros se hacían a expensas de los bosques, imagínense la que pueden llegar a tragarse los coches! ¿O depositarían quizás estas esperanzas en la Directiva Europea que propone que para el año 2010 el 5,75% del carburante sea "biocombustible limpio"? ¿Pero hay acaso algún biocombustible -aparte del de los desechos- que no lance aún CO2 a la atmósfera ni viva de engullir la masa vegetal del planeta?

Lo que de momento está claro es que la producción de etanol ha disparado el precio de los alimentos al transformar la comida en combustible para alimentar eventualmente 500 millones de coches que entran en competencia con la dieta de 6.500 millones de personas (el maíz, por ejemplo, ha duplicado ya su precio, lo que provocó en México la "revuelta de la tortilla" hace unos meses. Revuelta a la que han seguido colas, protestas, acaparamientos y hasta hambrunas en otros lugares de África, Asia y América).

Como también está claro que la agricultura industrial orientada a la producción de biocombustibles favorece la concentración de la tierra y el monocultivo; un cultivo controlado por las 5 o 6 multinacionales que producen ya el 70% del etanol a expensas de la agricultura campesina no especulativa (Gustavo Duch). Con lo que comprobamos, una vez más, que las grandes corporaciones y los monopolios, como se decía de la materia, "ni se crean ni se destruyen, sólo se transforman" dentro de un animado minuet de opas hostiles o amistosas.

Pero no es esto todo. Como ha advertido Andy Robinson, el bioetanol sigue siendo un producto subsidiario de la industria petrolera, ya que sólo el 20% de su producción resulta ser energía realmente nueva. De hecho, hace falta mucha vieja energía fósil para producir esta nueva energía, "desde el fuel oil de los tractores, el gas natural utilizado por los fertilizantes y el abono para las plantas". E. O. Wilson me sugiere que sólo un medio natural aún por descubrir (una bacteria que transformara el propio bagazo de las plantas en energía) nos permitiría frenar la inercia de este eventual "progreso contraproductivo".

Todo esto es hoy bien sabido. Lo que a mí me sorprende es que nadie parezca estar advirtiendo que es lógico que así sea. ¿O es que no sabíamos ya que cada paso en la cadena trófica supone un rendimiento decreciente, una disminución de la energía que se aprovecha?

Joan Margarit solía decir que el cerdo es una mala inversión alimentaria: que el jamón que nos comemos aporta menos energía que el pienso consumido por el cerdo. Algo se pierde pues, inevitablemente, con el paso del food grain (el grano que nos comemos) al feed grain (con el que alimentamos al animal que nos comemos) y, ahora, al fuel grain (la planta que transformamos en energía motriz para ir de picnic). Una pérdida relativa para todos; pero una pérdida que puede resultar dramática para los pueblos pobres que se alimentan básica y precariamente de cereales. Pueblos que en el ciclo actual tendrán que competir con esos nuevos dinosaurios -las máquinas- que no parecen en peligro de una próxima extinción.

Xavier Rubert de Ventós es filósofo.

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