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Reportaje:

Los vecinos de los linces

Unas 20 familias viven en la zona más protegida del Espacio Natural de Doñana

Son animales inteligentes. Bípedos que se mueven erguidos y usan herramientas. Forman parte de un ecosistema único en el mundo, conviviendo con una flora y una fauna que constituye un riquísimo oasis salvaje en Europa. Pero pocas veces se repara en ellos. Son los habitantes humanos de Doñana, herederos de una forma de vida en contacto directo con la naturaleza que ha cambiado con los años. Aquellos que allí vivían para explotar directamente sus recursos han ido dejando espacio a los que se dedican al estudio y protección del Parque Nacional, ahora denominado Espacio Natural. Actualmente, queda una veintena de familias viviendo.

El Espacio Natural de Doñana ha estado habitado desde hace siglos, como atestigua uno de los últimos descubrimientos arqueológicos encontrados: una torre medieval del siglo XV escondida en el Palacio de Doñana, sede de uno de los institutos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en la Estación Biológica, en el corazón de la Reserva. Justo allí, pegado a lo que queda de la estructura defensiva, vive Antonia Otero, de 87 años.

"Para el parto de uno de mis hijos, viajé en burro siete horas hasta el río"
"Al principio, cuesta adaptarse, pero aquí hay más calidad de vida"

Acaba de dar de comer a sus gallinas y se sienta a descansar a la sombra. La amplia sonrisa de Antonia no delata la dura experiencia en Doñana, donde siempre ha vivido. "Nosotros dormíamos en una choza, como todo el mundo aquí. Mi padre había vivido en el coto toda su vida, trabajando en la fabricación de carbón", recuerda.

El carbón, junto con la piña, la madera, la ganadería y la pesca y el marisqueo, eran las explotaciones económicas tradicionales del lugar. Y muchas familias, como la de Antonia, recorrían el parque y se asentaban allí donde hubiese tajo. "Entonces, montábamos la choza con palos y ramas y allí vivíamos todos juntos, durmiendo en camas de paja envuelta en tela", apunta. En Doñana existían, además, viviendas tradicionales más estables y grandes, conocidas como ranchos. Todavía hoy se usan en la costa, cerca de Matalascañas, siendo habitados unos nueve meses al año por pescadores artesanales autorizados.

Cuando Antonia se casó, dejó la vida en las chozas y los ranchos, pero no abandonó Doñana. Pasó a vivir en las casas que salpican aisladamente el paraje, tan escasas en número, que todas reciben un nombre. En concreto, ella pasó 20 años en la bautizada como Santa Olalla, antes de mudarse a la residencia habilitada en el Palacio de Doñana. Vivir bajo un techo de obra no menguaba del todo la rudeza de la vida en el coto. La falta de electricidad y agua corriente y, sobre todo, las nulas infraestructuras de transporte, que se hacía siempre sobre bestias, convertían emergencias como los partos, en verdaderas pruebas de supervivencia. "Para dar a luz solíamos ir a Sanlúcar de Barrameda. Con el de uno de mis hijos tuve que montarme en un burro, viajar siete u ocho horas, llegar al río y esperar a que el barquero viniese para cruzar. Fue llegar al hospital y dar a luz", dice riendo.

A su lado la mira Caridad Carrasco, de 54 años, que lleva 29 años en el parque, desde que se casó con José Bernal, guarda y oriundo del mismo. Bernal faena con las reses de una ganadería privada en el paraje de Marismillas. "Mi padre trabajaba en el carbón y en la fabricación de orquillas para las viñas. Yo también me dedicaba a lo mismo, hasta que el trabajo se terminó. Tuve suerte y pude quedarme en Doñana como guarda de una ganadería. Pero mi padre tuvo que ir a Jerez. Lo pasó muy mal, toda su vida en el campo y de repente en una ciudad... le costó mucho adaptarse", recuerda.

Al tiempo que muchos salían del parque, otros entraban. Héctor Garrido, al que todos conocen como Chiqui, de 39 años, cumplió su sueño y pudo mudarse a Doñana. Ha trabajado para el CSIC en el seguimiento de los procesos naturales, y ahora está a cargo del equipo de divulgación científica de la Estación Biológica. Reside en un lugar privilegiado, en el corazón geográfico de Doñana, en una casa llamada Martinazo en la Vera de la Reserva.

Rocío Martínez y Pilar Bayón, de 41 y 42 años de edad, trabajan en la oficina de anillamiento del CSIC y llevan viviendo una década con sus familias en el parque. "Yo soy de Dos Hermanas y la vida aquí es muy distinta. Especialmente para los niños. Los míos se han adaptado a vivir muy bien en el campo. Aunque las casas están alejadas unas de otras, los vecinos nos organizamos bien para llevarlos y traerlos del cole. Hasta tenemos un autobús", exclama Rocío. "Pero me imagino que cuando mis hijos vayan creciendo y reclamando más cosas, habrá que plantearse cambiar. No me veo muchos más años aquí, la verdad", dice.

Su vecina y compañera, Pilar, con tres hijos de tres, seis y siete años, no se plantea cambios. "Estamos en un sitio ideal, privilegiado, en contacto directo con la naturaleza", destaca. "Al principio me costó adaptarme, pero creo que aquí hay más calidad de vida", concluye.

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