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DIARIO DE UN PREOLÍMPICO | PEKÍN 2008 | Mañana empiezan los Juegos
Columna
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De Moscú al Eixample

Andoni Zubizarreta

Hace ya muchos años, allá por el 80 del pasado siglo, una comunicación de última hora reducía la lista de futbolistas convocados para los Juegos Olímpicos de Moscú de 22 a 20. El seleccionador se vio obligado a descartar a dos jugadores, un portero y un jugador de campo. Y allí me quedé, en tierra, con el traje confeccionado y la maleta hecha. Jugaba por aquel tiempo en el Alavés y en esos meses de verano cerré mi pase al Athletic Club, por lo que di por bien invertida mi decepción al no poder participar en unos Juegos Olímpicos.

Mi siguiente experiencia olímpica fue más activa, pero igual de improductiva. Comenzaba 1984 y ya estaba consolidado en Primera División jugando con el Athletic y formando parte de una selección sub 21 que despertaba las mejores expectativas. Era aquella que, teniendo a la que luego sería conocida como la Quinta del Buitre como base, reunía a una excelente camada de jugadores que hacían pensar en un futuro espléndido. Llevaba aquel equipo una clasificación perfecta para el Europeo sub 21 y como premio nos llevaron a jugar un intrascendente partido de clasificación para los Juegos de Los Ángeles 84 que nos enfrentaba a una Francia ya clasificada y que luego fue campeona olímpica venciendo a Brasil en la final. El partido se jugó en Èpinal, en un campo rodeado de nieve, en un ambiente gélido, en un estadio repleto y para cerrar las curiosidades, se jugó un 29 de febrero. Nos adelantamos con gol de Butragueño, pero los franceses se lo tomaron con más interés y aplicación para dejar el resultado en un 3-1 que no deja lugar a dudas. Es mi único partido como olímpico, a ser sincero, habría que decir preolímpico. Para cerrar el regalo, nos llevaron a ver jugar a la selección A contra Luxemburgo en otro partido de nieve y frío.

El Ensanche de Barcelona me concedió el honor de recibir la antorcha olímpica junto a la Sagrada Familia

Pero si me preguntan cuál ha sido mi experiencia olímpica más impactante tendré que remitirme a Barcelona 92. Habrán pensado que, estando en ese tiempo en Barcelona, fueron días de deporte vivido y sentido al más alto nivel. Pues lamento decepcionarles, ya que estuvimos concentrados en Holanda el tiempo que duraron los Juegos. Casi 21 días viendo nuestra ciudad por la tele, sintiendo que el centro del mundo estaba en Barcelona y nosotros a 3.000 km, leyendo a todos que los Juegos de Barcelona estaban siendo los mejores de la historia y nosotros entre ampollas y entrenamientos, jugando partidos contra equipos de aficionados holandeses. El día de la final entre España y Polonia jugábamos en el estadio del Feyenoord, al mismo tiempo que nuestros chicos de oro se doctoraban y le daban a nuestro fútbol un título muchas veces minusvalorado.

¿Y entonces, cuál es mi experiencia olímpica en Barcelona 92? Podría empezar porque nuestra llegada (mi mujer, mi primer hijo y yo llegamos a Barcelona en 1986) coincidió con la concesión de los Juegos a la ciudad condal, siguiendo por el apoyo del Barça a la causa olímpica que llevamos en nuestra camiseta mientras duró el periodo de elección, acabando, tal vez, por la camiseta que llevaba debajo de mi jersey de portero el día que ganamos la Recopa contra el Sampdoria en Berna. Por último, les podría decir que mi medalla olímpica me llegó una vez acabados los Juegos, cuando nació mi segundo hijo.

Pero mi actuación principal se produjo 24 horas antes de que comenzaran los Juegos. El distrito del Ensanche de Barcelona me concedió el honor de recibir la antorcha olímpica junto a la Sagrada Familia y realizar el primer relevo en las calles diseñadas por Ildefonso Cerdá, el Eixample, mi barrio.

Y allí me fui la víspera, en busca de mi ropa inmaculadamente blanca (nunca el blanco fue tan bien visto en Barcelona) esperando en mi autobús el turno para encender mi antorcha. Horas de paciente seguimiento a los corredores, un crescendo de emoción en el autobús, cierto temor a que, "no será a mí a quien se le apague la llama...", y, finalmente, llega mi turno, bajo del autobús, subo al escenario preparado para dar realce al momento, presiono la llave de paso del gas de mi antorcha y al contacto del relevista anterior, el fuego sagrado brota. Luego 500 metros en medio de la euforia, de la multitud que, de madrugada, quería ser partícipe principal del momento. Todo muy rápido, muy intenso, muy corto. Relevo de la antorcha, el relevo sigue, el fuego se aleja al ritmo de las zancadas del siguiente relevista. La multitud acompaña a la siguiente etapa de la antorcha y yo me voy quedando cada vez más solo, al principio de forma suave, agradable, lo justo para ir procesando lo vivido. De pronto, de forma brusca, me veo solo en medio de un Ensanche desierto, como si todos estuvieran en otro sitio. Y empiezo a andar con mi antorcha apagada, de blanco inmaculado, sin más compañía que mis recuerdos. Todo el Ensanche y un tío vestido de corto con un encendedor enorme, ¡vaya pinta!

Cuántas veces he pensado que aquella fue una excelente metáfora de la vida del deportista: hoy en medio de los honores, mañana, solo con su antorcha apagada. Al doblar una esquina, descubrí delante de mí a toda mi familia que, sorprendidos, se vieron abrazados por un relevista del fuego olímpico que buscaba una mano amiga.

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