El fracaso de la regulación tradicional
Una de las consecuencias más significativas que está teniendo la actual crisis crediticia global es la apertura de un proceso de revisión de los sistemas financieros más avanzados: de su configuración institucional, de su regulación y supervisión. Los operadores y las autoridades del sistema financiero que originó la crisis, y el que hasta ahora ha sufrido sus más severas consecuencias, el de EE UU, es el que también está liderando esa transformación. La interminable cadena de resultados adversos en la mayoría de los bancos, por un lado, y la intervención salvadora de las autoridades no pueden dejar otro resultado que una recomposición del censo de jugadores, desde luego de su tamaño medio, y de una reformulación de las regulaciones, incluido el reforzamiento del papel de los supervisores. Como es lógico, algunos de esos cambios en EE UU condicionarán en gran medida los que en alguna de esas direcciones, o en ambas, ya se insinúan en otros sistemas financieros avanzados.
Sería un error que del ambiente regulatorio se dedujera una penalización a la innovación financiera
Los destrozos ya observables son más que suficientes para que no sea difícil anticipar alteraciones de cierta significación en el tamaño, el número y las estrategias de los operadores privados de algunos sistemas financieros. En EE UU, por supuesto, pero también probablemente en aquellos europeos donde, con mayor o menor virulencia, sigue vigente la espiral de pérdidas de riqueza financiera que se desencadenó hace un año. Descenso en los precios de las viviendas, aumento de fallidos y de las ejecuciones hipotecarias, que vuelven a presionar a la baja los precios de los activos inmobiliarios.
Las entidades bancarias acusan el impacto de esa espiral a través de la depreciación de algunos de sus más importantes activos: en algunos sistemas bancarios, el español sin ir más lejos, la inversión con garantía hipotecaria representa aproximadamente la mitad de todo el activo. Poco importa que una importante mayoría de esos préstamos no presente el más mínimo problema de solvencia: el estigma hipotecario, como si de una nueva peste se tratara, sigue condicionando de forma muy significativa la capacidad de financiación de los bancos, y con ello el normal funcionamiento de algunos sistemas financieros, entre ellos el español. El crecimiento de la economía y del empleo sufren. También los mercados de acciones anticipan en sus cotizaciones esa erosión de valor, particularmente visible en las empresas financieras. Y vuelta a empezar.
La sensación de vulnerabilidad no ha desaparecido en el principal sistema financiero del mundo y con ella la de cierta interinidad sobre la conformación institucional del mismo. Ésta no sólo se encuentra condicionada por las posibilidades de concentraciones bancarias adicionales o la insistente búsqueda de inversores extranjeros para algunos de los más emblemáticos bancos, sino por la inquietud asociada al alcance de la nueva regulación y de la supervisión financieras que con toda seguridad se va a definir.
Está asumido, sin embargo, que las autoridades seguirán empleando los instrumentos que hagan falta para evitar males peores, como el repertorio exhibido durante esta crisis: estímulos presupuestarios, reducción drástica de los tipos de interés, flexibilización sin precedentes de las condiciones de cesión de liquidez del banco central al sistema bancario, y la participación activa del Tesoro y de la propia Reserva Federal en el salvamento primero del quinto mayor banco de inversión, el Bear Stearns, o el apoyo legislativo de urgencia a las agencias de financiación hipotecaria, Fannie Mae y Freddie Mac, sin olvidar la utilización del correspondiente fondo de garantía de depósitos en la segunda quiebra bancaria más importante de la historia de ese país, la de IndyMac. Ni el propio Keynes se habría mostrado más activo.
En un artículo el pasado 3 de agosto en esta misma sección (Una crisis con personalidad), concluía que la contrapartida a esas intervenciones salvadoras de entidades privadas no podía ser otra que una ofensiva re-reguladora, aunque esta viniera de la mano de un tándem, el constituido por el secretario del Tesoro y el presidente de la Reserva Federal, que hasta poco antes de la emergencia de la crisis no ocultaban sus propósitos desreguladores y el convencimiento en la suficiencia de la disciplina del mercado.
Si algo ha demostrado esta crisis, además de la conveniencia de no tener demasiados prejuicios, es la necesidad de adecuar la regulación y el ejercicio de la supervisión financiera a la realidad de los mercados tan compleja como distante de la idealizada eficiencia que le asignan los libros de texto. Las autoridades, los reguladores, son hoy más necesarios que en los años treinta del pasado siglo, de donde procede en gran medida el arsenal regulador e institucional que ahora finalmente se liquidará. La crisis de la regulación tradicional, como la de aquella agricultura española, se ha hecho más explícita en unos sistemas financieros que en otros, pero todos están llamados a revisar ese andamiaje supervisor y a reforzarlo técnicamente con el fin, en primer lugar, de reducir esa manifiesta asimetría entre discrecionalidad de los operadores financieros, ámbito de actuación y métodos de trabajo de los supervisores.
Los accidentes son demasiado caros y no siempre los pagan quienes los originan. Esta crisis está demostrando que la protección ha de tener un precio en términos de mantenimiento de exigencias de liquidez y solvencia suficientes de los operadores financieros. Y siempre, de satisfacción de exigencias de información completa de los mismos, dentro y fuera de balance.
Esa nueva regulación tendrá esas presunciones perversas -como que algunas empresas financieras son demasiado grandes para dejarlas caer, o demasiado complejas, o demasiado interrelacionadas- y los problemas de riesgo moral asociado, como los que se están poniendo de manifiesto en las intervenciones públicas durante esta crisis. Las intervenciones en apoyo de Bearn Stearns o de Fannie Mae y Freddie Mac crean precedentes que no son buenos, por discrecionales, al tiempo que estimulan la irresponsable asunción de riesgos (percepciones de extensión de hecho de la red de protección con cargo al contribuyente) que, además de otras consecuencias, pueden ser generadoras de amenazas sistémicas.
En la comparecencia de Ben Bernanke el pasado fin de semana, en el simposio de Jackson Hole, admitía la necesidad de fortalecer la infraestructura financiera y la práctica de la regulación y de la supervisión. Añadía la necesidad de que ésta dispusiera de un foco amplio (un "nuevo campo de visión"), no limitado al análisis individualizado de las entidades, sino con una proyección al conjunto del sistema, macroprudencial. Poco se avanzará, puede añadirse, si esas orientaciones no se coordinan internacionalmente.
Sería un error, en todo caso, que de ese ambiente re-regulador que hoy se respira en la mayoría de los sistemas financieros, incluso admitido por algunas asociaciones de operadores como una suerte de irremediable penitencia, se dedujera una penalización de las posibilidades de innovación financiera. Coincido con Robert Shiller (acaba de aparecer su último libro, The Subprime Solution, Princeton University Press), cuando lejos de condenar la existencia de innovaciones financieras (las propias subprime incluidas) propone su "democratización"; una gestión de riesgos no sólo más rigurosa, sino también susceptible de ser utilizada por un mayor número de agentes, en operaciones al por menor, incluidas las hipotecas. Ello exige una mayor educación financiera de los consumidores y usuarios de servicios de esa naturaleza, una pieza esencial en la edificación y supervisión de los nuevos sistemas financieros.
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