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LLAMADA EN ESPERA | ARTE | OPINIÓN
Columna
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Carta de Juan Gris

Estrella de Diego

Espere. Piénselo dos veces antes de echar la carta al correo -aunque no sea de amor-, porque mantener correspondencia con alguna persona ilustre significa correr un riesgo innecesario: acabar en un archivo público junto a los papeles del famoso en cuestión. O, peor: terminar publicado en un volumen con anotaciones de algún experto que ha leído con esmero esa parte de la correspondencia que le concierne, a usted, sí; líneas que escribió sin pretensiones y que ahora aparecen junto a otros nombres, la mayoría ilustres, en el embarazoso índice final.

Porque sobre la propia vida uno puede llegar a tener incluso un control relativo, pero la de los demás... Ah, la de los demás es otra cosa. Se nos escapa sin remedio. Y claro, una vez enviada la carta: ¿a quién pertenece en realidad? Imagínelo por un instante, monstruoso: su intimidad, sus madrugadas, hechas públicas -pues las buenas cartas, las mejores y no sólo de amor, se escriben de madrugada-. Ahí están esperando los fantasmas voraces, mientras se va llenando el folio, para robar los besos entre líneas. Lo advirtió Kafka, escritor compulsivo de cartas -al padre, a Milena-: "Escribir cartas significa desnudarse ante los fantasmas, que lo esperan ávidamente. Los besos por escrito no llegan a su destino, se los beben por el camino los fantasmas".

Quizás es el futuro inesperado lo que nos intriga en las cartas de los artistas

Se puede argumentar que cómo va uno a saber si el destinatario de la misiva llegará a ser ilustre. Y no va desencaminada la reflexión. El presente es un cúmulo de confusiones que a veces clarifica el futuro, pero entonces da lo mismo pues ya es pasado.

Lo pensaba un día durante una investigación sobre la fotógrafa vanguardista Claude Cahun al tropezarme con un cuadernito pequeño y negro, una especie de moleskine miniatura que funcionaba como agenda. Al lado de la palabra taxi había un número y justo abajo, en la siguiente línea, un nombre me cegó: Tristan Tzara. Qué cosas pasan en las agendas de la vanguardia: el teléfono del gran agitador Dadá justo debajo del taxi. Mitómana como soy, tuve que suspender el trabajo y me dediqué a fantasear sobre las intimidades. Empecé incluso a mirar mi agenda con recelo por si alguno de los números en la página de la "t" pudiera llegar a convertirse, con el tiempo, en el resplandor dadaísta que acababa de aturdirme.

Quizás es el futuro inesperado, aquello que no se ve con claridad mientras ocurre, lo que nos intriga en las cartas de los artistas. Tal vez es la noción de una cotidianidad que supera nuestros ojos atónitos, ávidos como los de los fantasmas. Debe ser la familiaridad entre nombres que para nosotros son, eso, nombres en la Historia; o una fascinación pueril y glotona, semejante a la que sentí aquel día con aquella agenda milagrosa entre las manos. A veces decimos que las cartas nos ayudan a entender mejor lo ocurrido o incluso la producción del artista: mentimos. Corremos tras lo cotidiano y las vulnerabilidades que quienes escribieron las páginas no llegaron a sospechar se harían públicas. Por este motivo me da vértigo tanta intimidad desvelada. Por él sigo leyendo con codicia las cartas de artistas, igual que usted, seguro. Acaba de aparecer un volumen extraordinario, de un hombre extraordinario también: Juan Gris. Correspondencia y escritos, publicado por la sofisticadísima Acantilado y en una magnífica edición crítica de Dolores Jiménez-Blanco, muestra al gran pintor en sus cosas pequeñas. Y grandes -con la muerte acechando-. Les aconsejo leer el delicado volumen de madrugada, en las horas intensas en que se escriben las mejores cartas. Y se llama al taxi y contesta la voz de Tristan Tzara, espectro insaciable a contraluz.

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