Jubilados en la flor de la edad
Hay un día en que empiezan a llamarte señora. "Señora, ¿qué le pongo?". Ese primer día se te dibuja una sonrisa de idiota en la cara. Sin confesarle a quien te acompaña el desconcierto que ese tratamiento te provoca, te haces una inspección de los pies hasta el pecho para ver dónde ha visto el camarero, el taxista o la dependienta que eres lo que te ha llamado, una señora. ¿Dónde lo llevas escrito? Está claro, en aquello en que no te puedes ver a no ser que te mires en el espejo, en la cara. Después de ese día vienen otros, y todos los trabajadores de servicios con los que te topes se van a encargar de repetírtelo, señora, señora, por si te quedaba alguna duda. Dispones como de un año para acostumbrarte, hasta que empiezas a tenerlo tan asumido que, lejos de huir del tratamiento, te acomodas a él, y en vez de tratar de disimularlo cuando andas por la calle, como que te creces; puestos a ser señora, lo mejor es ser la más, la más señora. En esa segunda fase de tu vida ocurre que cuando un individuo se dirige a ti diciendo: "¡Eh, oyes!", o acorta las distancias con un tuteo faltón, se te dibuja la misma sonrisa de idiota que aquel día en que te expulsaron del paraíso de la juvenilidad y te dan ganas de decir: "Oiga, un respeto, que soy una señora". La semana pasada llegó al festival de San Sebastián una señora, la más señora y la menos estrella, Meryl Streep, y aseguró que había pensado retirarse antes de que la industria le diese la patada en el culo (como a tantas otras), pero que el cine ha vuelto a escribir papeles para señoras. No creo que haya sido el cine, sino la televisión, quien corrigió esa infame tendencia. Si del cine hubiera dependido, Carmela Soprano, ese pedazo de señora, habría sido interpretada por una actriz de menos de 30 años. Hay trabajos de los que se entiende que la gente esté deseando jubilarse, pero hay tantos otros en los que la jubilación supone un desprecio a la experiencia. Esto me viene a la cabeza porque este otoño me está ocurriendo una cosa extraordinaria y quiero compartirlo con ustedes (a lo mejor también han reparado en ello): pasa que voy andando por la calle, brujuleando sería la palabra, y veo a señoras y señores como yo (en la flor de la vida), sentados en los bancos, con esa actitud contemplativa que tenían antes los viejos que pasaban así las tardes, en una actitud perruna, mirando sin muchas ganas el mundo de la gente de acción. Al principio, cuando empecé a ver a gente de mi edad sentada de esa manera en la calle, pensé, lo normal, que estaban esperando el autobús, o a un amante o haciendo tiempo. Pero no. Ya he descubierto el misterio: son jubilados. Algunos de ellos son jubilados de Televisión Española. Andan por la cincuentena. Están cargados de experiencia. No les han echado de mala manera; no, les han invitado a irse, que es distinto pero es igual, o peor aún, les han enseñado de la redacción en la que cada día editaban informativos, hacían documentales o escribían crónicas, y les han dicho: "Nos gustaría que en esta casa algún día sólo trabajaran personas de menos de 35 años". Te dicen eso y, si eres listo, lo pillas al vuelo. Puede que ustedes no conozcan sus caras, yo sí, porque muchos de ellos fueron compañeros míos en esa cosa que llamamos el Ente. El Ente viene a ser como Alien, el octavo pasajero, pero sin ese físico tan desagradable y llamándose ERE (expediente de regulación de empleo). El ERE tiene como misión jubilar a muchos de aquellos profesionales que superen los cincuenta. Digo que ustedes no conocen sus rostros, pero sus nombres y sus voces aparecían a diario en las informaciones, en los títulos de crédito de los telediarios o presentando programas de radio que formaban parte de nuestras vidas. A mí, como a tantos, esas jubilaciones en la flor de la vida me provocan un dolor que no sabría definir. A lo mejor es pena, por resumir. Son personas que llevándome a mí cinco, seis años, me enseñaron muchas cosas; son, desde luego, las que le dieron nuevo aliento a la radio y la tele públicas en un país en transición. Ahora el Ente llena sus redacciones de gente jovencísima y pone fuera de sus filas a los maestros, todo eso al mismo tiempo, sin dejar que se produzca el necesario traspaso de experiencia. Ya digo, sucede en este otoño, y es curioso que, siendo todos ellos informadores, se vayan colocando en sus bancos de jubilados casi sin decir nada, imagino que un poco desconcertados en esta primera fase. Mientras los ciudadanos realmente viejos se pasan el día haciendo excursiones con el Imserso, estos jubilados prematuros andan meditabundos, pensando qué coño hacer con sus vidas. Y, por otro lado, están esos jovencillos recién llegados a esta época laboral de malos contratos y exceso de servidumbre. Viven los pobres un gran engaño. No saben que las televisiones públicas de otros países están llenas de trabajadores con experiencia, al menos así lo veo yo en la tele americana, cuando aparece el ya casi viejo Charlie Rose o los señeros locutores de la radio pública. Ignoran que siempre llega el día en que el ERE, ese Alien que ahora todas las empresas tienen dentro, volverá a estar hambriento y acabará por devorarlos también a ellos.
No les han echado de mala manera; no, les han invitado a irse, que es distinto pero es igual, o peor aún
Estos jubilados prematuros andan meditabundos, pensando qué coño hacer con sus vidas
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