¿Me lo dices o me lo cuentas?
Aunque todavía hay gente que no se ha caído del guindo, lo cierto es que la verosimilitud novelesca no está hecha de la misma materia que la cotidiana. La narración -desde las historias que contaba el cazador del magdaleniense hasta Harry Potter, pasando por los spots del BMW- ha desarrollado a lo largo del tiempo una panoplia de técnicas y trucos que tienen por objeto la suspensión de la incredulidad de sus destinatarios. Cuando Harry Wilbourne, el mediocre interno de un hospital de Nueva Orleans, encuentra casualmente (en un cubo de basura) el billetero con 1.278 dólares que le permitirá huir con su amante, la agresiva e independiente escultora Charlotte Rittenmeyer (en Las palmeras salvajes, de William Faulkner), el lector no pierde el tiempo pensando que "esas cosas no ocurren en la realidad", porque ya sabe que lo que se cuenta en esa novela (cuyo título original, por cierto, es un versículo del Salmo 137: "Si yo me olvidare de ti, Jerusalén") sigue unas pautas diferentes a la realidad en la que él se baña cada día. Los buenos contadores de historias ordenan el mundo -dan un argumento a lo que carece de él- con el único fin de hacer algo más inteligible la realidad "real". A partir de los años noventa -en el momento en que la explosión de Internet vino a coincidir con el "giro narrativo" de las ciencias sociales-, políticos y publicitarios fueron apoderándose del arte de contar historias (storytelling) porque comprendieron que esa "arma de distracción masiva" servía mucho mejor a sus intereses que la mera propaganda o publicidad. Storytelling, la máquina de fabricar historias y formatear las mentes (Península), de Christian Salmon, investiga el proceso por el que el producto condujo a la marca, ésta al logo, y éste a las historias narradas para convencer (infantilizándonos) a consumidores y votantes, un método imprescindible en esa "campaña electoral permanente" en que se ha convertido la política en nuestro tiempo. Historias para convencer distrayendo (no para ilustrar deleitando), como las que cuenta Luces de Cultura, esa prescindible revista bimestral a todo color que nuestro ministro del ramo CAM (no confundir con las siglas de la Catholic Archdiocese of Melbourne) se empeña en seguir editando en papel satinado ad maiorem gloriam de su ministerio, a pesar de que en su inevitable storytelling justificativo se diga que el objetivo de la publicación es "trasladar al ciudadano cuantas iniciativas y proyectos se pongan en marcha desde el Ministerio de Cultura" (no se entiende por qué no aprovechan el portal www.mcu.es, tan útil por otros conceptos). Como mis improbables lectores pueden suponer, hasta la fecha los ciudadanos no se han dado de puñaladas para conseguir un ejemplar y enterarse de esas iniciativas y proyectos. Ni siquiera los aburridísimos que buscan cómo matar el tiempo en las salitas de espera del edificio de la plaza del Rey, mientras aguardan a que les reciba algún esforzado funcionario de Cultura.
A partir de los años noventa, políticos y publicitarios fueron apoderándose del arte de contar historias
Yates
Leo en The Guardian un reportaje en el que me entero de que la crisis está golpeando con saña el mercado de los yates de entre 15 y 35 metros: para entendernos, la clase media del sector. Una pena. En la gama alta, en la que estarían incluidas las embarcaciones de más de 36 metros (los llamados "superyates"), el estancamiento no sólo no se nota, sino que los fabricantes no dan abasto para cumplir con la impaciente lista de espera: hay encargados unos 900 de ese tipo, que pronto se incorporarán a los 2.000 que ya navegan por los contaminados mares del planeta. Uno de ellos es el gigayate (una categoría en alza: embarcaciones de más de 120 metros de eslora y 200 millones de euros) de ese ídolo de los jóvenes rusos "post-co" que es Roman Abramovich: 160 metros desde el codaste a la roda, nueve pisos para tripulación e invitados, un helipuerto con dos aparatos, 20 jet-skis (esas simpáticas motonetas que aterrorizan a los bañistas), un submarino de bolsillo dispuesto para que los huéspedes salgan a contemplar los deterioros de fondo marino, además de otras pequeñas embarcaciones de desahogo. La verdad es que uno no puede por menos de estar de acuerdo con Ed Baker, director de la revista Yatching, cuando, a propósito de la crisis, puntualiza: "La gente con dinero está teniendo dificultades; la gente rica, no"; ya digo, una pena. Igual les pasa a las grandes librerías de cadena comparadas con las de los hipermercados y megacentros comerciales: las primeras -que todavía exhiben fondo abundante- no están pasando su mejor momento, las otras -con su oferta limitada y énfasis en lo más publicitado por los medios y la mercadotecnia- todavía no han empezado a notar la crisis. En cuanto a las pequeñas e independientes, mejor no les cuento. Muchas han abandonado el pantalán donde amarraban y van camino del desguace, otras hacen aguas (sobre todo si tuvieron la maldita suerte de que a su vera viniera a fondear algún megayate librero), y algunas intentan escapar del naufragio. Lo malo es que sus propietarios carecen de helicópteros o jet-skis para salir zumbando.
Magnate
Dicen que su única ideología consistía en ganar dinero, pero en la gran tormenta de su siglo comprendió muy claramente de qué lado estaba y a quién debía financiar el avión que le trasladaría a la Península para iniciar el levantamiento. Cuando murió -dos semanas después de que un coche embistiera su Cadillac- el bardo Pemán lo comparó con los Médicis, y un apergaminado y senil Azorín (nada que ver con el antiguo noventayochista admirador de Kropotkin) escribió en el obituario: "Ha muerto nuestro segundo Carlos V, es decir, nuestro segundo hombre universal". Ditirambos aparte, Juan March Ordinas fue, además del más conspicuo magnate de la España de posguerra, un hombre misterioso. Nuestro Charles Foster Kane particular siguió, como casi todos los de su estirpe, un largo camino en solitario, jalonado de mordidas y maquinaciones, desde su infancia mallorquina hasta amasar la que The New York Times consideró la séptima fortuna del mundo. Atrás, olvidados en los márgenes (y sentinas) de su trayectoria, dejó a cuantos se interpusieron en un camino que se inició en el comercio de ganado porcino, continuó con el contrabando, el tráfico de armas, el espionaje y los sobornos (a militares españoles), y siguió (entre muchos otros) con la Compañía Transmediterránea, la Banca March, la prensa, el mecenazgo y algunos sonoros (a pesar de la censura del franquismo) escándalos económico-financieros como el de la Barcelona Traction. "Yo no necesito a los bancos, los bancos me necesitan a mí", declaró en un momento dado con el orgullo típico de Tío Gilito. Pero en su larga vida (1880-1962) hay, además de trabajo, grandes dosis de trama, intriga y pasión, lo que convierte Juan March. El hombre más misterioso del mundo (Ediciones B), de Pere Ferrer, en una biografía (a la vez hostil y documentada) apasionante. Se merece una película. -
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