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Reportaje:

Planeta Riba

Luz de Gas acogió la escenificación de la nueva propuesta del artista

La cueva de Alí Babá no debió de albergar a tanta gente. Y, desde luego, no debían de ir vestidos con la disparatada uniformidad de los músicos, incontables, que Pau Riba amontonó en el escenario de Luz de Gas ante la sonrisa, comprensión y cariño de quienes asistieron al estreno barcelonés de Virus laics, el último artefacto sonoro de este artista para el que la denominación boletaire se antoja corta, que ya es decir. Entrados en el mundo propuesto por Pau, déjense en la puerta convenciones, expectativas y prevenciones, ábranse a un mundo sin ley, sin normas, menos aún normalidad, y de dimensiones tan estratosféricas como las chisteras de las que surgen conejos, transatlánticos de juguete y platos de ducha. El más excéntrico de los artistas catalanes, un Obelix que de pequeño también cayó en alguna marmita, escenificó de nuevo en público su alejamiento del mundo, un lugar tan aburrido y convencional que con poner a un bajista a tocar boca arriba, como él hizo, ya los hay que se sorprenden.

Se miraba al escenario y una troupe vestida de rojo, como chamanes de una religión circense, se movía intercambiando posición, instrumentos y papel. Imposible contarlos. Se intentaba... 14, 15, 16 y... aparecía una cobla por un lateral; 19, 20... y se marchaban dos, mientras aparecían otros tantos por el lateral opuesto. ¿Cuántos eran? Vuelta a empezar. Entonces se iniciaba una canción, Pau torcía el gesto, sus músicos departían con él sin interrumpirla, él se marchaba y nadie sabía si lo había hecho por enfado o porque formaba parte de un guión.

Apenas repuestos, Pau explicaba en Que yo meo, que su micción se verifica en el lavabo, por supuesto... porque "está el espejo y abriendo las piernas uno puede descansar los huevos en la fría losa de la pileta", cantaba. Eso en el escenario. Mirando a la cara del público, se le veía en parte contemporáneo del artista, aunque más formal, adoptando el papel y conducta que los años sedimentan en casi todos menos en Pau. Por ello, Pau mostraba esa eterna juventud dislocada de polipoesía, provocación y clarividencia no siempre atinadamente convertida en canción. Los ojos del público, que no escondían un punto de envidia, brillaban mientras la boca dibujaba su arco de sonrisa bajo la nariz. También en ocasiones muestras de incomprensión, que de todo hubo. Pero la imperfección artesanal del mundo de Pau conduce a la complicidad, a ese terreno en el que nada se puede recriminar a quien ha decidido, al menos en parte, ausentarse de manera harto ácrata de un mundo que se sorprende por cualquier cosa. Ese mundo pacato, estrecho y vulgar del que un día Pau marchó para nunca más volver.

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