Aburrimiento
Qué repetidos estamos. Es habitual encontrarse a personajes públicos declarando que no comparten la afirmación identitaria del nacionalismo y apostillando inmediatamente, "incluyendo todos los nacionalismos, el español también". La apostilla es ya un clásico y no indica más que el temor que tiene un número importante de personas progresistas a ser señaladas como miembros del batallón contrario. Son temores nunca reconocidos por quienes lo padecen y que no sirven más que para ahogar cualquier debate. La apostilla debiera sobrar, sería lógico sobrentender que quien no entiende que los países se formen sobre la base de una pasión sentimental no hace una excepción con la nación española. En fin, qué importa ya. Lo que comienza a provocar el eterno conflicto autonómico español es una mezcla de desesperación y hastío. Es como si los problemas fundamentales siempre acabaran siendo devorados por los accesorios. El ser o no ser que nos es tan propio. Surge de pronto, como ahora, un asunto crucial, la crisis económica y, por un momento, queremos pensar que, lógicamente, acaparará la atención de todos (incluidos los que siempre están a lo suyo). Qué inocentes. Ya puede caerse el cielo sobre nuestras cabezas. Seríamos capaces de pelearnos por ver qué trozo de cielo nos corresponde a cada uno. Y no, no vale señalar a unos como más mezquinos que otros: al bonito juego del Tomaydaca se apuntan todos, incluidos quienes más lo critican.
Urge que la naturaleza de este país, España, se decida pronto, para no tener la incómoda impresión de que estamos permanente inacabados y que, como eternos adolescentes, no podemos acceder a los debates adultos. Urge un tipo de Estado, éste o el otro, para que esta indefinición e insatisfacción continuas no acabe por sumirnos en el peor de los estados posibles, el del aburrimiento.
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