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Columna
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1909: los nombres y las cosas

Hoy hace 100 años justos, el sábado 31 de julio de 1909, quedaba prácticamente extinguido el espasmo de violencia que sacudió Barcelona desde el lunes anterior y que conocemos como la Semana Trágica. Una denominación derechista y clerical, por cierto, que se impuso sobre otras del mismo cuño truculento (Semana Roja, Semana Sangrienta, Semana de Fuego...) y que, vista en perspectiva histórica, resulta manifiestamente hiperbólica. Sí, es verdad que fueron saqueados o incendiados más de 50 recintos eclesiásticos; también lo es que se contabilizaron casi un centenar de muertos, aunque muchos de ellos fuesen víctimas de balas perdidas, descargas indiscriminadas y otros accidentes. Pero, en una ciudad con la convulsa dinámica política y social de la Barcelona contemporánea -la urbe europea donde se habían levantado más barricadas a lo largo del siglo XIX, según Friedrich Engels-, etiquetar como "trágica" por antonomasia la última semana de julio de 1909 se me antoja bastante exagerado.

La cosecha de los errores sembrados en la Semana Trágica se recogió otro verano, éste sí realmente trágico: el de 1936

No lo es menos la nomenclatura alternativa que propusieron, con poco éxito, los sectores progresistas o de izquierdas: la Revolución de Julio, e incluso la Semana Gloriosa. Para que hubiese revolución, siquiera en grado de tentativa, se requerían un plan, unos objetivos y un liderazgo, elementos de los que la explosión barcelonesa careció por completo. Ferrer i Guàrdia trató inútilmente de dárselos sobre la marcha, y la lúgubre ironía de su caso es que terminó fusilado como "autor y jefe de la rebelión"; es decir, no por lo que hizo, sino por aquello que no había logrado hacer: convertir la deflagración caótica en un movimiento articulado de subversión. En cuanto al adjetivo de "gloriosa", es casi un rasgo de humor negro que sus impulsores fuesen los cabecillas lerrouxistas, los mismos que escurrieron el bulto durante los sucesos, dejando a sus bases obreras dueñas de la calle, pero huérfanas de cualquier directriz política.

Nominalismos al margen, lo que estalló el 26 de julio de 1909 fue una revuelta espontánea y acéfala, largamente incubada por las enormes desigualdades sociales, los niveles de miseria y de explotación laboral que ocultaba la brillante Barcelona del modernismo. El fulminante fue la ira de las clases populares ante el nuevo castigo que les infligía la movilización de reservistas para enviarlos a otro matadero colonial, esta vez en Marruecos. Y la oportunidad la ofreció la coyuntural escasez de efectivos militares y de orden público: apenas un millar de hombres para controlar una levantisca ciudad de casi 600.000 habitantes.

Tan pronto como la huelga general pacífica tomó cariz insurreccional, el objetivo básico, casi único, de la furia popular fue la Iglesia católica, enemiga proverbial del progreso desde los días de Fernando VII y, además, un blanco casi indefenso. Pero, una vez que los incendiarios -con gran presencia de mujeres y de chiquillería- hubieron desahogado su fobia anticlerical, a partir del miércoles por la tarde la revuelta comenzó a apagarse espontáneamente por cansancio y ausencia de nuevas metas y de dirección. Los refuerzos militares desplegados desde el jueves a última hora, pues, no sofocaron una insurrección ya casi extinguida; se limitaron a remojar el terreno, para evitar que reavivase.

Sin embargo, el Gobierno de Maura no supo calibrar las características de la revuelta y aplicó en Barcelona una represión desproporcionada, indiscriminada y rencorosa que no haría sino profundizar los antagonismos políticos y de clase. En cuanto a la Iglesia católica, ésta salió del trauma sin reflexión autocrítica alguna, exigiendo sólo un castigo ejemplar contra "la clase obrera envilecida e infame", contra "las escuelas sin Dios", contra "la prensa sectaria", etcétera. La cosecha de todos estos errores sembrados en 1909 se recogió durante otro verano barcelonés, éste sí verdaderamente trágico: el de 1936.

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