El espejo
En verano dejo la puerta abierta. Permito que el clima invada los rincones y me diga que sufro y estoy vivo. Me recuesto en el cuarto de la tele en un sillón mullido que respira. Duermo. Sssshh, desperté ayer. Uno no sueña esas cosas: una mujer se quitaba la blusa y la dejaba caer, luego me lanzaba el sostén y danzaba. No es vecina no es amiga o comadre, ¿quién es? Uno no se pregunta esas minucias. Su falda a la rodilla se hallaba en el piso y un minuto más su tanga se posaba en mi cara y tenía ese olor que es tierra, viento, fuego y esclaviza. Pretendí incorporarme y con el dedo denegó. Mi cuerpo ahora era un corazón desbordado. Continuó el baile: como mulata como negra como blanca. Sus nalgas delineaban círculos breves, lentos, nacarados; sus tetas eran fruta roja y de su abdomen no me acuerdo porque no se afeitaba y su pubis refulgía de negrura mulatura blancura. Su entremuslo ofrecía una sombra con alas y delirio, y de nuevo quise moverme, uno no resiste esos estímulos, pero ella flamigereó calmado señor tranquilo y continuó su danza de silencioso estrépito, y yo veía ese trasero, esas zonas oscuras, esos labios abiertos, ese pelo y mi miembro bullía en busca de abertura vulva o de algún roce perdido de sus dedos rosados negreados mulatados. Uno no evita su sexuamilitud.
Su tanga se posaba en mi cara y tenía ese olor que es tierra, viento, fuego y esclaviza
Fue cuando se acercó sin dejar de menearse y descubrí su férvido lunar en su muslo enviando llamaradas, llamadas, llamas, lla. Me arrancó la playera y fue a mis pectorales con su lengua de crema al tiempo que su mano hurgaba bajo mi bermuda. Intenté llegar a sus tetas de pezones erectos pero una vez más me rechazó, uno no está para eso; sin embargo, no quise violentar la sensación de ese cuerpo que olía a gentileza y a nave de los tiempos mientras conquistaba mi desnudez atragantante y me acercaba a la fuente dúctil de su acrobacia. Luego lamí sus pies para satisfacer esa necesidad elemental y en ruta de su vello empapado me detuvo de nuevo y dejé que sus labios hicieran su verano.
Entonces descubrí el espejo donde unas manos estrujaban sus pechos, sus caderas, su espalda y sus dedos visitaban los sitios reservados y ella gemía y era piedra, nuez y gelatina y su pelo encendía el azogue y apagaba las luces y sentía su aroma que rugía y su humedad que me secaba y su piel que se cimbraba en su danza de pequeños quejidos. Volví al espejo, uno es curioso a veces, y notaba su perfil sus heridas, su pubis digiriendo su lunar de lechera y aquel cristal que se revolvía con paroxismo humano y quedaba más pálido que un muerto. Ah, uno no está para sonrisas, mucho menos para preguntas. Dejé que se vistiera, decir adiós es pésima costumbre, que desapareciera por la puerta, cargando el espejo de bisel que tal vez ofrecía en varios pagos.
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