Tony Curtis, el actor que nunca fue perfecto
Filmó más de 100 películas, la más célebre, 'Con faldas y a lo loco'
En un pequeño cementerio en Los Ángeles, entre los rascacielos de Westwood, al lado de Beverly Hills, en un puñado de metros cuadrados descansan los cuerpos de Jack Lemmon, Walter Matthau y Billy Wilder. En la lápida del cineasta se lee: "Soy escritor, pero es que nadie es perfecto". Hace tiempo, Tony Curtis prometió que en su lápida grabarían la frase "Tony Curtis: nadie es perfecto". El miércoles Tony Curtis falleció en Las Vegas, adonde se había mudado con su quinta y última esposa hacía una década; su familia sabrá si respetará esa decisión.
Curtis era Dios en los años cincuenta. Era el más bello, de los actores más dotados de talento, sabía hacer reír y llorar. "A ver quién le pegó a Burt Lancaster, le sacó el ojo a Kirk Douglas y le levantó dos chicas a Jack Lemmon", recordaba el actor. Lo que para Bernard Schwartz era imposible, a Tony Curtis le costaba únicamente un chasqueado de dedos: lo que se obtiene con un cambio de nombre.
Su obsesión con el Oscar le llevó al divorcio con Janet Leigh
"Nunca dije que besar a Marilyn era como besar a Hitler", aseguró
Bernard Schwartz nació el 3 de junio de 1925 en el Bronx, en el Nueva York más profundo y alejado de los oropeles ("En Los Ángeles todo el mundo se reía de mi acento, pero, ¿sabes?, yo era jodidamente guapo. Todavía hoy paseo por ahí y aún soy el chico más elegante", contaba en 2001). Sus padres eran judíos húngaros. Bernard compartía habitación con sus tres hermanos y de vez en cuando recibía palizas de su madre, enferma de esquizofrenia. En la Gran Depresión, Bernard y su hermano Julius -que moriría atropellado por un camión en 1938- estuvieron internos en un colegio para niños pobres. Allí Bernard aprendió a cubrirse la cara, porque intuía que sería su pasaporte para salir de la miseria. Durante la II Guerra Mundial sirvió en submarinos: por eso vio desde unos prismáticos en la bahía de Tokio la rendición del Imperio de Japón ("Uno de los grandes momentos de mi vida", escribía en sus memorias).
Al finalizar el conflicto bélico, usó su cara y se apuntó a clases de interpretación, donde coincidió con Walter Matthau. Tenía 22 años y el aspecto de un joven Elvis Presley: una agente le vio en el teatro y medió para que obtuviera un contrato de siete años con Universal. Ahí cambió de nombre y, tras un dubitativo James Curtis, se rebautizó como Anthony Curtis. Se curtió en pequeños papeles en El abrazo de la muerte, Winchester 73 y en 1950 ya es alguien, porque Universal crea un concurso, Gana un fin de semana con Tony Curtis, para el estreno de Kansas raiders. Al año siguiente se enamoró y se casó con Janet Leigh, de una belleza como la suya, y en 1953 actuaron juntos en El gran Houdini.
Empieza su época de oro. Burt Lancaster le tomó como protegido en 1956, en el rodaje de Trapecio. "Él intentó y probó todo tipo de géneros: comedia, drama, acción, thriller, todos. Para mí representa el alma de un actor. Cary Grant también podía hacer eso. Kirk Douglas nunca podría hacer comedia. Y Jack Lemmon... Jack era capaz de todo", lo recordaba Curtis. Con Lancaster repitió en Chantaje en Broadway, donde se atisbaba su talento interpretativo, ese que en Universal no tenían en cuenta. Por eso fundó su propia productora, Curtleigh Productions, y con ella, junto a Kirk Douglas, levantó en 1958 Los vikingos, de Richard Fleischer. Ese mismo año recibió su única candidatura al Oscar, con Fugitivos, de Stanley Kramer, en la que encarna a un presidiario que huye encadenado a otro delincuente (Sidney Poitier). En esa racha llega Con faldas y a lo loco, obra cumbre de la comedia en la que Tony Curtis, por culpa de su personaje, interpreta distintos caracteres hasta la parodia final de Cary Grant. "Billy Wilder le proyectó a Grant el filme y al final le preguntó por mi imitación. ¡Y respondió que él no hablaba así con ese mismo acento! Por cierto, yo nunca dije que besar a Marilyn era como hacerlo con Hitler. Era muy difícil trabajar con ella, pero ni por un momento pensé eso".
Justo con Grant rodó su siguiente trabajo, Operación Pacífico. Y con Douglas repitió en Espartaco (1960), de Stanley Kubrick. Curtis estaba obsesionado con el Oscar y lo buscó con filmes como El sexto héroe o El gran impostor, un esfuerzo baldío que además trajo su divorcio, en 1962, de Leigh (madre de su hija Jamie Lee Curtis) y la caída de su popularidad. "Se me daban bien las mujeres", repetía constantemente.
A partir de ahí, el hundimiento. Ni Taras Bulba (1962), ni su autoirrisión en La carrera del siglo (1965), de Blake Edwards, ni poner la voz en La semilla del diablo, ni su último gran estallido interpertativo en El estrangulador de Boston (1968), levantaron su carrera.
Cansado de su imagen de sex symbol, en los setenta se refugió en la televisión. Protagonizó, entre otras, la serie Los persuasores, con Roger Moore, McCoy (1975-76) o la longeva Las Vegas (1978-1981). A finales de los ochenta se pasó a la pintura y fue de divorcio en divorcio hasta el ocaso final. Deja cinco hijos con cinco mujeres distintas, una fundación para la conservación de la herencia cultural judía en Hungría y una autobiografía, Un príncipe americano: memorias. Y el recuerdo agradable de alguien que luchó por, y no logró, ser perfecto.
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