Carlos 'Lobo' Diarte, el goleador que se acabó refugiando en la poesía
El paraguayo jugó en el Zaragoza, Valencia, Salamanca y Betis en los setenta
Era alto e imponente a pesar de que la enfermedad le atacaba ya por todos los frentes. Después de comer, Carlos Lobo Diarte (Asunción, Paraguay, 1954) bajó aquel sábado soleado de abril de su piso en Valencia, frente al colegio José de Calasanz, con ganas de charlar de fútbol y literatura, las dos pasiones de sus últimos años de vida. El andar sigiloso y elegante hacía honor al apodo: El Lobo. Se lo puso su compañero en el Olimpia Mario Ribarola, por la zancada rápida y larga. "Cuando me encuentre mejor, saldré a jugar con mis hijos a la cancha de aquí al lado", suspiró esa tarde Diarte, exdelantero en los setenta del Zaragoza, el Valencia, el Salamanca y el Betis, que murió ayer tras varios meses luchando contra el cáncer.
Se ganó el apodo gracias a su zancada larga y rápida
En Mestalla coincidió con una delantera formidable junto a Rep y Kempes
Sus últimas esperanzas pasaron por una alimentación muy restringida en la que no cabían las carnes y los vinos, los manjares que tan buena compañía le hicieron en sus años de estrella del fútbol paraguayo y español. Lo recuerdo de fiesta por última vez en una cena en la cafetería de la escuela de fútbol de Valdez, otro delantero del Valencia de los setenta; en Picassent, cantando y tocando la guitarra, en otra de sus aficiones, la música. Era un hombre polifacético.
Aquella tarde pidió un té y le suplicó a Tania Castro, la fotógrafa de EL PAÍS, un retrato con un aspecto digno, dañado como estaba porque, días antes, otras publicaciones habían ofrecido una imagen suya muy deteriorada. Tania lo sacó espléndido: con la amplia sonrisa frente a la taza de té, las manos dando juego a sus palabras y las gafas de leer tanta poesía. Ángel González era su preferido, junto a los poetas de la generación del 27, y sus paisanos Josefina Pla y Augusto Roa Bastos. Tiene 187 obras registradas: poemas cortos y narraciones. "Lo sensible te exprime. Cuanto más solitario, más esparces tus sentimientos. Al final, aunque tu familia te acompañe, estás solo", comentó. Siempre defendió que hubiese jugadores preparados: "Valdano, Pirri... Deberían coger esa estela porque ayuda mucho. Los clubes de Europa exigen formación".
El menor de ocho hermanos, Carlos se crió con su madre, en la Asunción de los años cincuenta, puesto que el padre los abandonó cuando él tenía dos años. Paraguay era un país de mujeres después de que tantos hombres fallecieran en la guerra de la Triple Alianza, frente a Brasil, Argentina y Uruguay. Y la madre de Diarte se empeñó en que sus hijos encontraran tiempo para estudiar a pesar de que tuvieran que trabajar de lo que saliera: albañiles, panaderos...
El fútbol le iba a dar una larga y brillante carrera. A los 16 años ya debutó en el club más laureado de Paraguay, el Olimpia. Tenía un físico privilegiado que le permitía correr con una poderosa zancada, regatear y ser un excelente cabeceador. Al principio, siempre jugó contra chicos duros y mucho mayores, de ahí que desarrollara un gran instinto de supervivencia. El 9 de enero de 1974 llegó a España, al Zaragoza, que pagó por él siete millones de pesetas. Allí, entrenados por Luis Carriega, formó los Zaraguayos, junto a Arrúa, Soto y Ocampo. En el Valencia coincidió con una delantera formidable junto a Rep y a Mario Kempes. Llevaba 11 goles en siete partidos, pero Jaén, un defensa del Sevilla, lo lesionó y truncó su carrera en Mestalla. Estuvo dos años en cada club, como si fuera demasiado inquieto para quedarse quieto mucho tiempo en el mismo lugar. Dejó grandes recuerdos en el Salamanca junto a Juanito, Corominas y D'Alessandro, y en el Betis llegó a disputar la Copa de la UEFA con Biosca, Cardeñosa y Morán. Esbozaba una sonrisa al recordar a tantos excompañeros. De su época en Sevilla era el gol que más recordaba: "Al Athletic: arranqué en el medio del campo, le tiré un sombrero a un jugador, avancé en zigzag, llegué al central Goiko y la metí por la escuadra".
Tras una larga etapa como entrenador, en el Alginet, el Atlético B, el Salamanca o el Nàstic, la enfermedad le atacó cuando dirigía a la selección de Guinea Ecuatorial. "Cuando mejor estás, te golpea. Es duro luchar contra esta enfermedad", explicó.
Tan poderoso como fue físicamente, su debilidad como espectador y entrenador siempre fue Iniesta, la esencia de la belleza y la sensibilidad. "El fútbol lo tengo pegado a los talones y me sube por el corazón", agregó El Lobo, a modo de despedida.
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