Verano de superhéroes
En el incipit de El amante de lady Chatterley (1928) el narrador, tras enunciar que "la nuestra es una época esencialmente trágica", emite un duro diagnóstico: "el cataclismo ha sucedido, estamos entre las ruinas (...), no hay camino fácil hacia el futuro, pero nos abriremos paso a través de los obstáculos. Tenemos que vivir, no importa cuántos cielos hayan caído". En realidad, cuando D. H. Lawrence escribió esas líneas el verdadero cataclismo estaba por llegar. La Gran Depresión, con la que solo pudo acabar la energía industrial y humana desencadenada por la mayor carnicería de toda la historia, fue su heraldo.
Cada época fabrica sus héroes. Pero en aquella se necesitaba algo más que los esforzados varones de las viejas epopeyas. La gente anhelaba otro tipo de titanes, capaces de domeñar fuerzas que creía incontrolables y habían expulsado del trabajo a millones de personas. Los semidioses nazis de Arno Breker, o el Adán y Eva de Vera Mujina -el obrero y la campesina estajanovistas que elevan orgullosos la hoz y el martillo- se mostraban insuficientes y sesgados. De modo que Superman (de la mano de Jerry Siegel y Joe Shuster) llegó en el momento oportuno. Y, sintomáticamente, la cubierta de su primer tebeo (junio, 1938) lo representaba destruyendo un automóvil, símbolo de la automatización que, para muchos, era culpable de tantos despidos. Tampoco resulta casual que aquel moderno semidios optimista, viril y luminoso que había venido del espacio (Krypton) se escondiera tras la identidad de otro tipo de héroe más cotidiano: el periodista Clark Kent.
A aquel superhéroe populista le surgió pronto su contrapunto. Batman (Bob Kane y Bill Finger, 1939) representa el lado oscuro de la justicia. Su fuerza no proviene de otro mundo, sino de una tragedia de este: el presenciado asesinato de sus padres pudrió el alma del niño Bruce Wayne, decidiendo su destino. Batman es un héroe atormentado que vive y trabaja en la sombra, como buena criatura vampírica. Y, para colmo, oculta su atormentada personalidad bajo la máscara del dinero (que todo lo puede): el adulto Bruce Wayne es un millonario de Gotham.
Toda la larga progenie de superhéroes proviene de esa dialéctica Superman-Batman desarrollada en la época dorada del cómic, incluyendo al polimorfo Linterna Verde o al nuevo Capitán América, que ahora se disputan las pantallas de este verano financieramente sobresaltado. La resurrección de los viejos mitos pasa por ponerlos al día para una época cuya capacidad de admiración está muy menguada, pero que sigue buscando alivio mítico a las ansiedades que le atormentan. Como sus antecesores de papel, los de ahora responden al anhelo -aunque de modo más burlón y alusivo- de que alguien más grande que nosotros conjure las presuntas abstracciones ("los mercados") que nos causan ansiedad y zozobra. Y, sin embargo, cuanto mejor funcionan los controles democráticos, menos necesarios son los héroes y sus encarnaciones en forma de cirujanos de hierro. A esa nostalgia por el hombre providencial en estos tiempos de "líderes pigmeos" (Tony Judt), responde también la horrenda escultura de Ronald Reagan (diseñada por Chas Fagan) que un grupo de pudientes admiradores acaban de plantar en Grosvenor Square, en pleno centro del muy elegante distrito londinense de Mayfair. Y es que el Tea Party tiene también su diplomacia. Y sus superhéroes.
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