Otro diagnóstico del problema eléctrico
El sector de la energía, y especialmente el eléctrico, adolece en casi todo el mundo de insuficiente competencia por su carácter oligopolístico: los precios no los determina solo el mercado, sino que también dependen del poder económico y de la influencia que un número reducido de empresas pueda ejercer sobre la Administración pública que determina sus remuneraciones.
Este proceso se manifiesta de forma acentuada en España con el comportamiento durante la crisis del precio de la electricidad, que se ha elevado desde 2006, según Eurostat, un 60% para los consumidores industriales y un 88% para los domésticos, en contraste con otros sectores como la alimentación o las telecomunicaciones en los que la mayor competencia les ha forzado a reducirlos. Se ha llegado así en 2012 a una situación en la que el precio de la electricidad supera en España a la media de la UE-27 en un 32% para el consumo doméstico y en un 21% para el industrial.
No es por ello extraño que las empresas energéticas españolas hayan estado y estén en el punto de mira de inversores nacionales o extranjeros, atraídos por esa relativa facilidad para obtener beneficios en España. De las cinco eléctricas de la patronal UNESA, tres han pasado a ser propiedad de empresas extranjeras. Otro tanto ha sucedido con dos de las tres grandes petroleras españolas.
Los consumidores españoles han incurrido además, sin ser conscientes de ello, en una deuda o “déficit tarifario” de 27.000 millones de euros con las eléctricas, convertida en un serio problema financiero que gravita sobre el riesgo país. Las consecuencias de estos hechos son letales, tanto para las familias, que ven reducida su renta disponible, como para la competitividad de la industria española.
Esta grave situación requiere un esfuerzo institucional para analizar los mecanismos que permiten a las empresas eléctricas disfrutar de una mejor vida económica a costa de empeorar la de los ciudadanos y empresas de este país. Para ello, hay que recuperar la memoria que afortunadamente custodia las causas del déficit tarifario, consecuencia de algunas de las reglas que rigen el sistema eléctrico español.
El Gobierno ha preferido hacer pagar el desbalance a los consumidores y a las renovables
El relato dominante, difundido por las cinco eléctricas, debe ser depurado de numerosos inductores semánticos y de la ingeniería contable regulatoria, que distorsionan un diagnóstico acertado. Muchas personas con conocimientos y experiencia del sector pensamos que en realidad no existe un déficit tarifario eléctrico, sino un “superávit de retribuciones reconocidas”. El desbalance final es el mismo, pero la consecuencia es que no hay que aumentar las tarifas, sino reducir los ingresos a las centrales hidroeléctricas y nucleares, que superan los que la regulación les reconoció cuando realizaron sus inversiones.
Además, hay un orden arbitrario en el reparto de los ingresos por venta de electricidad. Primero se retribuye a las centrales convencionales la energía producida y sus costes regulados, mientras que las renovables se liquidan luego (absurda, pero interesadamente) junto con el transporte y la distribución. Por eso una recaudación insuficiente genera un déficit que, contablemente, aparece asociado a las renovables, aunque haya sido producido por la sobrerretribución a hidroeléctricas y nucleares.
Tampoco es cierto que el precio de la electricidad se establezca libremente en el mercado spot y que el Gobierno solo actúe en los costes regulados de los peajes. En realidad, todas las actividades están reguladas, empezando por la energía que no se paga al precio del mercado spot, sino al precio —un 15% más elevado— de unas subastas reguladas que fijan las tarifas de último recurso que pagan 22 millones de hogares y que, indirectamente, determinan el precio al resto de los consumidores.
Las energías renovables tampoco son las únicas que perciben pagos regulados (aunque solo en ellas reciben el peyorativo nombre de primas). De hecho, los han percibido todas las demás centrales bajo diferentes denominaciones: “incentivos a la inversión”, “pagos por disponibilidad”, “costes extrapeninsulares” y las compensaciones por “costes de transición a la competencia (CTC)”. El importe de todo lo percibido por las denominadas actividades liberalizadas supera ampliamente al de las renovables.
El relato que difunden las eléctricas induce diagnósticos y planteamientos equivocados no solo a los reguladores, sino a las empresas consumidoras de electricidad. Así, el presidente de la CEOE ha intervenido en el debate señalando que “la energía nuclear es buena, bonita y barata” (para alegría de las cinco eléctricas que pertenecen a esa organización). No se ha enterado de que el menor coste nuclear y de las hidroeléctricas (todavía más buenas, bonitas y baratas) no se traspasa a los precios que pagan por la electricidad las restantes 1.999.995 empresas de la CEOE, muy superiores a los de sus competidores europeos.
Esos dos millones de empresas tendrían que preguntarse por qué tienen que pagar al coste más elevado de las centrales de gas la “energía barata” producida en las centrales hidroeléctricas y nucleares, cuando sus propietarios han recuperado ampliamente su inversión a través de diversas retribuciones pagadas por dichas empresas.
El resto de los ciudadanos, indignados también por pagar las tarifas domésticas más altas de Europa, deberían saber que también se debe a la sobrerretribución hidroeléctrica y nuclear. Volver a pagar los precios originarios que las eléctricas consideraron suficientes para acometer sus inversiones restituiría, en la terminología del Gobierno, una “rentabilidad razonable” para hidroeléctricas y nucleares que nadie podría objetar.
El mercado spot puede ser un mecanismo eficiente para determinar la producción de las distintas centrales. Pero ello no implica que todas ellas deban remunerarse al precio de un mercado que es ajeno a las normas existentes cuando se construyeron y a sus costes remanentes.
El mecanismo de remuneración actual debe modificarse para eliminar efectos paradójicos y perversos. Algunos ejemplos: si todas las centrales en España fueran de gas (las de mayor coste variable), el precio de mercado seguiría siendo el mismo, a pesar de que los costes serían muy superiores a los del mix actual, que incluye centrales hidráulicas y nucleares, de costes muy inferiores. Por la misma razón, si se cerraran las centrales nucleares o si, por el contrario, se prolongara su vida otros 20 años, el precio de mercado apenas variaría, aunque en ambos escenarios el coste del suministro sería bien distinto.
Basta con hacer prevalecer el interés general sobre los intereses —por poderosos que estos parezcan— de unas pocas empresas
Siempre que se han cambiado las remuneraciones, todos los Gobiernos han sido muy escrupulosos para que las empresas recuperaran las inversiones realizadas. Sucedió con la parada nuclear hace 30 años y en 1997 con las centrales existentes al entrar en vigor la Ley del Sistema Eléctrico. En ambos casos, los perceptores eran las eléctricas de UNESA. En cambio, este principio se ha conculcado con los recortes a las renovables. Sus inversores, especialmente los solares —que no pertenecen a UNESA— se sienten estafados por el BOE, porque ha incumplido, incluso retroactivamente, normas anteriores publicadas en el mismo BOE que establecían la remuneración que les indujo a invertir.
Este tratamiento tan asimétrico se acentúa en el caso de los CTC. Las cinco eléctricas deberían haber dejado de percibirlos en 2005 al alcanzarse el importe máximo contemplado en la ley (“Si el coste resultara superior a 36 euros/MWh, este exceso se deducirá del importe pendiente de compensación”). Como dichas deducciones no se han seguido verificando (contra las recomendaciones del Libro Blanco encargado a un grupo de expertos en 2005), las eléctricas han ingresado adicionalmente de forma inesperada un importe considerable que computa en el déficit. Sin embargo, cuando surgió la posibilidad de proceder a una más que razonable quita del déficit, las eléctricas se adelantaron, logrando titulizarlo con el aval del Estado e impidiendo la quita.
En las medidas aprobadas el pasado julio, el Gobierno ha preferido, de nuevo, hacer pagar el desbalance a los consumidores, a los contribuyentes y a las renovables (que han visto reducidos sus ingresos, mientras se mantenía la sobrerremuneración hidroeléctrica y nuclear) sin contemplar siquiera la revisión final de los CTC prevista en el Protocolo de 1997.
Un sector tan regulado y con un déficit tan cuestionable no puede continuar con la opacidad existente en sus costes reconocidos y en la distribución de ingresos entre los agentes del sector. Es inexcusable implantar una transparencia que, partiendo de una auditoría del conjunto del sistema regulatorio, vaya más allá de las cuentas de las empresas, para restaurar la confianza perdida y servir de base a la reforma regulatoria que sigue pendiente... porque lo hecho no es reforma alguna, sino más de lo mismo. Además, si existiera algún riesgo de que, como advirtió en Nueva York el presidente de Iberdrola el pasado mayo, las eléctricas pudieran terminar como las cajas, sería preferible que se conociera con la mayor antelación posible.
El Gobierno puede autocomplacerse explicando su no-reforma energética y atreverse a adoptar unas —pero no otras— medidas. Lo que no puede es evitar sus consecuencias negativas sobre la política energética que requiere el país en este momento: conseguir un abastecimiento energético a un menor precio que reduzca la dependencia exterior, minimice el impacto ambiental y promueva un desarrollo industrial que cree empleo de calidad.
Todo ello puede conseguirse dejando de reconocer sobrerremuneraciones inadecuadas y apoyando de forma inteligente el desarrollo industrial de las renovables, uno de los pocos sectores internacionalmente competitivos en los que España tiene ventaja comparativa y que va a suponer, según Bloomberg, el 70% de las inversiones en nuevas centrales en todo el mundo hasta 2030. Basta con hacer prevalecer el interés general sobre los intereses —por poderosos que estos parezcan— de unas pocas empresas.
Este artículo lo firman también Alberto Carbajo Josa, Francisco Maciá Tomás y Gerardo Novales Montaner. Todos los firmantes han ocupado puestos de responsabilidad en el Ministerio de Energía, la Comisión de la Energía y el Operador del Sistema Eléctrico.
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