Los fondos de inversión bañan de oro a las estrellas de rock
La digitalización ha zarandeado la industria musical y cada vez más artistas ceden sus catálogos a cambio de grandes sumas
Neil Young nunca ha desvelado de qué hablaba en su canción Time Fades Away, grabada en su álbum del mismo nombre en 1972. Por eso sus numerosos fans siguen especulando con la realidad detrás de las metáforas, y muchos coinciden en que trata del miedo a “que la vida pase y quedarse estancado”. No es descabellado pensar que esta fuera una de las inquietudes del músico canadiense si atendemos al título (“el tiempo se desvanece”), y podría explicar que ahora, a sus 76 a...
Neil Young nunca ha desvelado de qué hablaba en su canción Time Fades Away, grabada en su álbum del mismo nombre en 1972. Por eso sus numerosos fans siguen especulando con la realidad detrás de las metáforas, y muchos coinciden en que trata del miedo a “que la vida pase y quedarse estancado”. No es descabellado pensar que esta fuera una de las inquietudes del músico canadiense si atendemos al título (“el tiempo se desvanece”), y podría explicar que ahora, a sus 76 años, haya decidido vender su cancionero a un fondo de inversión. Concretamente, el 50% de los derechos sobre las 1.180 composiciones que el legendario rockero ha escrito a lo largo de más de medio siglo ha ido a parar a la cartera del fondo británico Hipgnosis Songs Fund por un valor que la revista Variety, citando a “fuentes de la industria”, situó en unos 40 millones de euros.
El interés del sector financiero por la rentabilidad de las canciones de músicos de éxito no es nuevo, aunque sí se ha acelerado en los últimos años. En el año 2009, el gigante del capital riesgo KKR se hacía con una participación en BMG Rights Management (la división de derechos musicales de Bertelsmann) por un valor estimado en unos 250 millones de euros. La primera adquisición de la nueva alianza fueron las 8.000 canciones del catálogo de la editorial Crosstown Songs American, que incluía derechos sobre temas superventas como Toxic, de Britney Spears; Livin’ la vida loca, de Ricky Martin, o All I Wanna Do, de Sheryl Crow.
A finales de esa misma década también adquirieron catálogos las firmas de capital riesgo Pegasus Capital Advisors LP y Spectrum Equity Investors, y el fondo holandés de pensiones Stichting Pensioenfonds ABP era copropietario de Imagem, una editorial con los derechos de miles de canciones de artistas de la talla de Daft Punk, Phil Collins o Mark Ronson, que posteriormente vendería por una cifra estimada en más de 450 millones de euros.
La multinacional de servicios financieros Credit Suisse Group emitió en 2014 un informe para sus inversores en el que aventuraba el repunte del sector musical fonográfico (los derechos sobre las canciones) y editorial (los derechos sobre el uso de esas canciones) con el asentamiento de las nuevas plataformas digitales, tras el bache sufrido por la decadencia del formato físico. “Creemos que el cambio en la combinación de ingresos [por la diversificación de sitios de contenido en internet] tendrá un impacto profundo en la rentabilidad de la industria musical”, concluía el estudio, que aventuraba un fuerte crecimiento en el resulado de explotación (ebitda) de los tres principales grupos de sellos discográficos y editoriales: Universal Music, Sony Music y Warner Music. Una predicción que se ve hoy refrendada por el último informe de IFPI (Federación Industrial de la Industria Fonográfica), según el cual el mercado mundial de la música aumentó un 7,4% en 2020, hasta unos ingresos totales de 21.600 millones de dólares, después de cinco años de crecimiento sostenido.
Esto explica que los derechos de explotación sobre canciones de éxito consolidado se estén conformando como un preciado activo desde hace tiempo. La novedad, ahora, es que no se trata de editoras que negocian sus catálogos con fondos de inversión, sino que son los músicos quienes directamente venden sus canciones. Bob Dylan acaba de entregar los derechos sobre sus más de 600 obras en “la mayor transacción de la historia del rock”, según The New York Times, que estima la operación en 300 millones de dólares (unos 254 millones de euros al tipo de cambio actual); Stevie Nicks, cantante y compositora de Fleetwood Mac, ha hecho lo propio con el 80% de su repertorio.
También ha cambiado el perfil de los compradores, ahora más especializados. Dylan ha vendido sus derechos editoriales a Universal Music Publishing Group, hasta el momento administrados por su principal competidora, Sony Music Publishing. Juan Ignacio Alonso, director general de esta compañía editorial para España y Portugal, aclara: “Lo que ha vendido Bob Dylan es la parte que le corresponde, la única diferencia es que, mientras tenga un contrato vigente con Sony Music Publishing, ésta pagará esa parte a Universal en vez de al músico, como hasta ahora”.
La cantante de Fleetwood Mac, por su parte, ha vendido el 80% de su obra a Primary Wave, otra editorial, que sí ha hecho público el precio de compra: 100 millones de dólares (unos 84 millones de euros). “Sea como sea, siempre es bueno para la obra de un autor que sus derechos los gestione una empresa del sector musical, y no un fondo de inversión ajeno a este mundo cuya única finalidad es sacarle la máxima rentabilidad al precio que sea”, opina Alonso.
Un gigante en la sombra
Hipgnosis Songs Fund es un caso híbrido. Además de la operación con Neil Young, ha comprado recientemente los derechos de las 145 canciones compuestas por Shakira y antes había invertido, solo en 2020, unos 570 millones de euros en la adquisición de más de 44.000 obras, entre ellas las de Blondie, Rick James, y Chrissie Hynde, de The Pretenders. Es un fondo que opera exclusivamente en el mercado musical, compra catálogos de éxito y ofrece a sus inversores la oportunidad de ganar dinero con los royalties que generan. Su fundador, Merck Mercuriadis, conoce de sobra el terreno en el que se mueve: antes de iniciar su aventura financiera fue representante de artistas como Elton John, Guns N ‘Roses, Morrissey, Iron Maiden y Beyoncé.
La compañía empezó a cotizar en la Bolsa de Londres en 2018 y su capitalización actual asciende a 1.760 millones de libras (unos 2.070 millones de euros). Su cartera es abrumadora: 64.555 canciones que incluyen 3.738 números uno, 151 premios Grammy y 13.968 posiciones en el top 10 de las listas mundiales. Su ebitda entre marzo de 2020 y marzo de 2021 fue de 90,53 millones de euros cambio, un 30% de incremento respecto al ejercicio anterior. “Si tenemos en cuenta el crecimiento explosivo de plataformas como TikTok, Peloton o Triller, el auge de los NFT [activos no fungibles] y otros nuevos usos digitales de la música con los que antes ni contábamos, las canciones se convierten para nuestros inversores en unos activos con un futuro increíble”, declaraba el propio Mercuriadis durante la presentación de la última memoria financiera.
Ninguno de los artistas mencionados ha explicado con concreción las razones que los han movido a vender sus catálogos. Tan solo el lenguaraz Noel Gallagher (compositor e intérprete de Oasis), quien, según el Daily Mail, estaría ahora mismo en negociaciones con Hipgnosis Songs Fund, ha hablado sin tapujos en algunos medios británicos, como la BBC: “Es algo que está sucediendo ahora mismo en el negocio de la música, tipos ricos comprando catálogos musicales. Yo vendería, porque mi miedo es que mis hijos sean capaces de cambiar mi obra por una Playstation”. El autor añadió que no le importaría vender su catálogo por 300 millones de euros para comprarse un yate.
Extravagancias aparte, los expertos consultados coinciden en un motivo irrebatible: el negocio de la música está culminando su procelosa transición digital y empieza a ser muy rentable de nuevo. “Si nos ceñimos a las escuchas, los ingresos del digital ya superan con creces lo del formato físico”, explica Juan Ignacio Alonso. “Ha costado monetizar el streaming [escuchas en tiempo real en plataformas como Spotify y YouTube, entre otras muchas], pero cada vez se están creando mejores sistemas de identificación, hasta ahora uno de los grandes problemas para rentabilizarlo. En unos años no se escapará prácticamente nada, todo se pagará y habrá un uso masivo”, añade.
“En el año 2000 la venta de discos nos suponía un 85% de la facturación”, reconoce Carlos Galán, fundador de Subterfuge Records, pionera entre las compañías de disco independientes en España. “Ahora, en el mejor de los casos, es un 17%. Por eso nos hemos convertido en empresas 360: vivimos de negociar para que las canciones salgan en series, películas, anuncios, etcétera, y el músico no se limita a grabar un disco para que lo convirtamos en una estrella, ahora debe ser muy activo en redes sociales, como si fuera una jornada laboral”. Galán añade: “El auge de la compra de catálogos tiene mucho que ver con todas esas vías de explotación”.
Por el momento solo se negocian obras de éxito probado, de ahí que en la mayoría de los casos sean de artistas con unas cuantas décadas de carrera a sus espaldas. “Ha cambiado el modelo. En digital todo funciona por volumen, y si un catálogo tiene un buen volumen de reproducciones y está bien posicionado, va a generar rendimientos a futuro”, explica Eva Faustino, abogada del despacho FG Legal, especializada en propiedad intelectual dentro del sector musical. “En los años ochenta, se sacaba un disco y la mayor parte de ingresos llegaba en los seis primeros meses. Ahora, en el digital, los rendimientos individuales son más bajos, pero durante mucho más tiempo”. La experta añade: “Un artista bien posicionado es un valor seguro, los derechos sobre sus canciones pueden rentabilizarse por muchas vías, desde el uso para un vídeo de YouTube o TikTok hasta una campaña publicitaria en cualquier soporte digital”.
En esta línea, Lucía Sánchez, socia de Menta Abogados, una asesoría del sector del entretenimiento, lamenta que los fondos, de momento, “no arriesgan y dejan fuera a las nuevas promesas”. La experta considera, sin embargo, que es un revulsivo para el sector. “Si hacen un desembolso tan fuerte van a tener que recuperarlo, y eso los obliga a mover esa obra, a jugar muy fuerte en clave digital para lograr grandes acuerdos, a monetizar toda su inversión, en definitiva, y eso puede ser bueno para la obra del autor y, por extensión, para el negocio de la música en general, porque va a hacer que muchas discográficas y editoriales salgan de su zona de confort y empiecen a moverse también”.
Nueva norma europea
El sector está a punto de recibir un espaldarazo regulatorio. Este año debería empezar a aplicarse la nueva directiva europea sobre derechos de autor. “Va a obligar a todas las plataformas digitales a ser transparentes y ofrecer una remuneración más equitativa con el autor y el intérprete, y será una novedad porque todo es muy opaco ahora”, explica Viktor Mälo Fernández, fundador de Questionna, un despacho legal que asesora y representa a muchas estrellas de la música electrónica.
Xabi San Martín es conocido por ser el teclista y compositor de las canciones de La Oreja de Van Gogh. Menos por estar detrás de éxitos de estrellas como Paulina Rubio, o de trabajos inesperados como la sintonía del BBVA. Tiene una visión preclara, como autor e intérprete, de la evolución del sector desde que empezó en el negocio hace más de 20 años. “El mercado, ahora, es más cruel, te la juegas en 10 segundos para gustar, la gente pasa canciones como pasa fotos en Instagram; pero a cambio, es más democrático que nunca, porque el oyente elige directamente, no las discográficas ni las radios comerciales”. Y concluye: “No veo una falta de romanticismo en que un artista venda su obra a un fondo; las canciones hay que mantenerlas vivas, al precio que sea, incluso si luego te das cuenta de que has tomado la decisión equivocada”.
¿De quién es la canción?
El sector lleva amoldándose a un cambio de paradigma desde el inicio de la era digital hace más de dos décadas, pero la entrada en el tablero de juego de fondos de inversión, que empiezan a interesarse por activos culturales intangibles, añade nuevos actores entre los que repartir la tarta de los derechos de explotación. Todas las canciones tienen tres titularidades: el autor de la partitura y letra, el intérprete, y el productor del fonograma, que es el que permite que la obra y la interpretación se conviertan en una grabación. El autor está representado por editores musicales, el productor fonográfico por sellos o discográficas, y el intérprete por mánagers. “Pero una misma persona puede concentrar más de una titularidad”, apunta Eva Faustino de FG Legal, y pone un ejemplo: “Shakira vende parte de su catálogo editorial como autora e intérprete, pero no sus fonogramas”. ¿Y cuál es el papel del fondo que lo compra? “Normalmente hay un contrato ya existente cuando el artista vende su catálogo”, explica Juan Ignacio Alonso, de Sony Music Publishing. “La editora tiene que pagar por determinadas formas de explotación al autor, y la novedad es que en vez de pagarle al artista, le pagaría al fondo de inversión”. Por el momento, la venta de catálogos no supone un cambio radical de las reglas del juego.