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La lucha agrícola en una cooperativa: productos propios y alianzas con grandes superficies

La Cooperativa de Vila-rodona, en Tarragona, ha visto reducirse con los años el número de productos y productores y ha apostado por su propia marca de vino para acercarse al consumidor

Xavier Pie, en Les Gunyoles.
Xavier Pie, en Les Gunyoles.Gianluca Battista
Dani Cordero

Xavier Pie señala unas grandes tinas metálicas donde reposa el mosto que utilizarán sobre todo grandes productores para elaborar cava. “Ahí dentro están todas las X con las que empezamos cada cosecha”. Habla de las incógnitas con las que los agricultores de la Cooperativa de Vila-rodona (Tarragona) arrancan cada temporada y hacen angustiosa su vida. La evolución de los precios del gasoil que mueve el tractor, los de los abonos que vigorizan las plantas, la afectación de las plagas, si acabará cayendo agua del cielo... todo lo que acaba determinando el producto final. “Nosotros resolvemos todos esos interrogantes y se lo damos casi hecho a los elaboradores de cava, pero todo ese riesgo corre a nuestro cargo”, señala el agricultor, ingeniero agrónomo y miembro del consejo rector de la sociedad. La última X es la de la rentabilidad de la explotación, que no depende tanto de ellos sino del precio que se fije con los compradores, y que al fin y al cabo es el pecado original que levanta cada cierto tiempo las protestas del campo europeo. Las últimas, todavía vivas.

Con la misma carga simbólica que los castells, las cooperativas nacieron como un esfuerzo colectivo para luchar contra las adversidades personales del mundo rural. La colaboración les permitía reducir gastos en la producción y el volumen les daba más fortaleza para sostener los precios. En el caso de Vila-rodona, su origen se remonta a 1917, aunque de aquellos tiempos queda poco, apenas la estructura de trazos modernistas que abrigan esas tinas llenas de incertidumbre. El peso vitivinícola se ha ido comiendo el que en otros tiempos tuvieron otros productos como los frutos secos o el aceite de oliva o incluso el trigo o la cebada (estos dos últimos desaparecieron del catálogo definitivamente por la falta de competitividad) y hoy ya ocupa en torno a más del 70% de los nueve millones de euros que factura la institución.

Las dificultades por las que pasa la agricultura se entienden bien cuando Pie hace un comentario: la monumental bodega puede ser el símbolo de la entidad, pero lo cierto es que el negocio que más rentabilidad ofrece a la cooperativa es la gasolinera para los asociados que explota justo delante de la sede. Y el área de asesoramiento se ha convertido en el principal socorro para los socios, el espacio donde sacar del fuego las castañas burocráticas del fuego que, asegura, ahogan al agricultor. “Es uno de los atractivos, porque yo no voy a hacer otra cosa que la que me digan, es muy difícil seguir lo que te piden”, lamenta Pie, saturado por la acumulación de normas. Y advierte del riesgo de la digitalización: “Lo que queremos es poder ir al consejo comarcal y poder hablar con alguien”.

“Una mañana se levantan y te dicen que tienes que reducir el 50% de los fitosanitarios”, lamenta con una sonrisa que no acaba de ser sonrisa, “pero es divertido porque no tienen en cuenta que para cubrir el sobrecoste quizás le deberían decir también al servicio de comedor escolar que suba el precio que pagan por la fruta o la verdura”. Pie, como el conjunto de agricultores que se han manifestado estas semanas por Europa, ve muy desigual su lucha, la de conseguir un precio justo, y pide conciencia social: “Se lo digo a mi hija, nunca vas a tener tanto poder como cuando arrastras el carro de la compra, tienes libertad para decidir qué compras”. Es de la opinión que agricultores y grandes cadenas de distribución tendrían que “ser aliados”, porque no hay otra salida: “En Cataluña, por ejemplo, no podemos renunciar a ese 25% del mercado que controla Mercadona”. Pero todavía hay una gran frontera entre ambas partes que se llama precio de intermediación.

Acortar la cadena de valor

Una de las soluciones que ha buscado la cooperativa es acortar al máximo posible el número de actores que participan en la cadena de valor. Es un poco volver a los orígenes. Por ello intentan impulsar una marca de vino y cavas lanzada en 2006, Castell d’Or, para aprovechar al máximo su producción. El objetivo, conseguir que al menos la mitad de esta sirva para hacer los embotellados de su propia marca. Pero el camino es lento y la competencia, fuerte. “Si no profundizas en la cadena de valor es muy difícil entrar en el mercado”, dice. De sus palabras se sobreentiende que el vino es importante, pero más relevante será la capacidad de generar marca y de hacer campañas de publicidad. Aunque antes tendrán que hacer las inversiones necesarias para aumentar la capacidad y eso supone un camino a largo plazo, sobre todo porque el cava debe madurar durante un mínimo de nueve meses antes de ponerlo a la venta. “El vino espumoso es la categoría que más crece y es ahí donde hay más garantías”, dice Pie.

Pero el tiempo apremia. El número de socios se ha reducido. Del millar que continúan pagando la cuota, apenas la mitad continúan siendo productores. La concentración ha llegado al campo y hay menos agricultores con más terrenos de explotación, lo que quiere decir que hay mayor capacidad de alcanzar economías de escala y lograr beneficios, pero también de mayores riesgos en el caso de que las cosas vayan mal. Muchos hijos del campo han decidido no continuar la saga familiar. “El número de cooperativistas va a la baja y tenemos socios históricos con una actividad que casi ha desaparecido. Quizás tendríamos que conseguir que entrara gente no vinculada con el campo y romper una actividad que ahora está muy patrimonializada”, dice. Y asume que hay tantas X sin resolver tanto dentro como fuera de esas tinas de mosto.

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Sobre la firma

Dani Cordero
Es integrante de la redacción de EL PAÍS en Barcelona, donde ha desempeñado diferentes roles durante más de diez años. Licenciado en Periodismo por la Universidad Ramon Llull, ha cursado el programa de desarrollo directivo del IESE y ha pasado por las redacciones de 'Ara', 'Público', 'El Mundo' y 'Expansión'. 

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