Primero, los deberes nacionales
La unión política y fiscal europea solo será útil si antes los países, especialmente España e Italia, hacen las reformas estructurales que han demorado durante dos décadas
Cuando, hace más de 20 años, empezó la aventura del euro, algunos pocos economistas discrepamos con aquella decisión. Argumentos económicos, antiguos y sencillos, mostraban que una política monetaria común requiere, antes de todo, una efectiva integración de las economías reales y unas políticas fiscales coordinadas. Debieron ponerse en pie antes y no después de la política monetaria común. La decisión de introducir el euro nos pareció, entonces, una huida hacia adelante debida a motivaciones exclusivamente políticas: diversas élites europeas veían la unificación alemana como un amenaza potencial, que, para ser neutralizada, necesitaba el sacrificio del todopoderoso Deutsche Mark en el altar de la unidad europea. Estas mismas élites deseaban que la estabilidad financiera alemana contagiara los demás países reduciendo el riesgo de inflación, y de devaluaciones, y, en consecuencia, los costes de financiación en los mercados internacionales. Mientras la primera motivación era central para Francia, la segunda importaba más a España y, especialmente, a Italia que, con una deuda pública que rozaba el 120% del PIB, ya afrontaba graves problemas para financiarla. Además, la adopción del euro preveía, a través de los fondos de cohesión, sustanciales transferencias de recursos desde los países del Norte de Europa a los del Sur e Irlanda.
Hay otros factores —como, por ejemplo, que los alemanes no querían el euro— pero es inútil volver aquí sobre la historia de los últimos 20 años: es bien conocida aunque algunos prefieran olvidarla, por conveniencia política. Lo que importa es recordar que el euro fue una huida hacia adelante de una clase política incapaz de resolver directamente los problemas estructurales de varios países miembros de la UE. Nadie quería adoptar, en su propio país, las reformas necesarias para llegar a una verdadera integración económica y fiscal. El euro pareció la poción mágica capaz, a costes políticos nulos, de aliviar los problemas internos unificando económicamente a Europa. Aprobar, después de la adopción del euro, las medidas económicas políticamente costosas fue la promesa que de inmediato se hicieron los países europeos entre sí en el acto, y que no respetaron.
Los primeros años, como cabía esperar, fueron de bonanza y la alegría no facilita reformas. Alemania se retrasó hasta 2003-04 en sus deberes. Francia lo intentó al principio del reinado de Sarkozy, cansándose pronto. Y los países mediterráneos se fueron de juerga. Grecia y Portugal hicieron lo opuesto de lo prometido, Italia no hizo nada y España empezó bien pero abandonó la senda reformista en los primeros años de este siglo. La crisis financiera no ha hecho más que registrar lo ocurrido: los problemas actuales de los países mediterráneos son exactamente los mismos que cuando empezó el proceso de adopción de la moneda común. Y son ellos, no los banqueros grises y malos, la causa verdadera y profunda de nuestras dificultades financieras. La moraleja es muy sencilla: los cambios económicos estructurales no se pueden obviar ni con huidas políticas hacia delante, ni con drogas monetarias.
Angela Merkel ha demostrado la sabiduría del líder que el papel continental de Alemania requería
Esto no implica que no sea urgente resolver los dramáticos problemas financieros a los cuales nos enfrentamos: todo lo contrario. Cuando, como en el último año en Italia y España, la fiebre financiera se sube a niveles muy altos, el colapso puede ser repentino. Por esta razón, acuerdos como los de este fin de semana —especialmente en su parte bancaria, que importa directamente a España pero tiene validez general— son extremadamente importantes y no pueden ser ni infravalorados ni desperdiciados. Junto a otros, insistimos desde hace años en que las cajas son el problema más dramático y urgente para España y que la única solución correcta es nacionalizar las que estén en quiebra, sustituir a sus dirigentes actuales, recapitalizarlas y, después de haberlas limpiado de sus activos malos, privatizarlas con el fin de aumentar la competencia en el sector financiero nacional, muy inferior a lo deseable. Pero —es igualmente importante recordarlo—, una vez resuelto el problema de los bancos, las debilidades estructurales que no se han resuelto en una década, deben de ser abordadas.
Los pasos dados en Bruselas pueden resolver la crisis europea, a la vez que ofrecen la clave analítica para entender las reticencias alemanas a la concesión de ayudas a España e Italia y la causa de las tensiones políticas intra-europeas de los últimos meses.
La reticencia alemana a mojarse se funda en su experiencia negativa de los últimos 20 años, en los faroles de los anteriores gobiernos de España, Italia y, sobre todo, desde 2008, de Grecia. Y en la correcta percepción de que si salta la deuda alemana salta no solo el euro sino todo el sistema económico europeo. Los políticos alemanes no están, por otra parte, exentos de responsabilidades: aceptaron compromisos ambiguos hace 20 años y después dejaron que se violaran repetidamente, incumpliéndolos ellos mismos. Y lo que resulta más grave aún, se negaron a reconocer que había un defecto profundo en el diseño del euro, la carencia de todo mecanismo europeo de intervención bancaria en situaciones de quiebra. Durante cuatro largos años esto ha forzado el BCE a una elección absurda entre “imprimir chocolate para todos” y el riesgo de que los bancos en quiebra hundieran a los países. Alemania no confiaba en que, después de que se le concediera el alivio temporal, los países de la Europa del Sur mantuvieran su palabra y tomaran las medidas estructurales necesarias. Los gobiernos de la Europa del Sur, preocupados por la urgencia dramática de su situación financiera, no veían ninguna razón para tomar medidas estructurales sin controlar, antes de todo, la fiebre financiera.
Es peligroso trasladar a Europa los problemas que el Gobierno no se atreve a afrontar
En las últimas semanas este enfrentamiento ha llegado a niveles muy peligrosos para todos. Merkel ha demostrado una vez más la sabiduría del líder dando los pasos que la lógica económica y su papel continental le pedían. Pero —y aquí entramos en el tema fundamental—, ahora les toca a España e Italia: deben cumplir con los deberes que han postergado, respectivamente, desde hace dos décadas. El verdadero riesgo, en este momento, es político: que el gesto alemán de cooperación reciba, como contrapartida, respuestas retóricas, reformas a medias y, sobretodo, una ulterior petición de huida política hacia adelante para trasladar a nivel europeo los problemas que no se logran resolver en cada país. Este riesgo tiene una nombre específico: la insistencia en la creación de los eurobonos y en la garantía europea de una parte sustancial de la deuda nacional como primer paso hacia la unión político-fiscal. Esta, como la monetaria 20 años atrás, sería hoy otra equivocada huida hacia adelante por parte de unas clases políticas incapaces de reformar sus propios países.
Afirmar esto no es equivalente a denegar la utilidad futura de una unión político-fiscal, sino reconocer que esta es posible y útil solo si cada país hace, antes de todo y seriamente, los cambios internos que la faciliten.
El Gobierno italiano, e Italia como país, tiene probablemente el trabajo más complicado, pero el de España no es poco. No está todavía claro si, aun después de los resultados esperanzadores del último Consejo de Europa, la clase política y el Gobierno en particular tienen bien diseñada la hoja de ruta de las reformas estructurales que es necesario que España adopte. Lo mismo vale para Italia.
Concluyo este artículo antes de conocer quién será el campeón europeo de fútbol. Sea quien sea me parece obvio que, en los próximos meses, España e Italia tienen que jugar un partido mucho más importante para su futuro y es, afortunadamente, uno que ambos países pueden ganar. Espero que los dos pueblos pongan en el juego de las reformas la misma pasión que en el fútbol.
Michele Boldrin es profesor de la Washington University in Saint Louis e Investigador de Fedea.
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