¿Es China “antifrágil”?
La capacidad de adaptación e innovación es lo que genera estabilidad
Las algas medran en la bioadversidad; los países desendeudados se financian con tasas negativas; y las pequeñas empresas se adaptan más rápidamente que las grandes a los grandes cambios tecnológicos. De estos temas trata el nuevo libro de Nassim Nicholas Taleb, el poliédrico matemático, financiero y autor de El cisne negro que acaba de publicar Antifragility (Antifragilidad). El libro busca dar una respuesta a esta pregunta: ¿cuál es la mejor manera de prepararse ante un posible impacto de eventos altamente improbables, pero de importantes consecuencias, como la invención de Internet o la crisis financiera de 2008-2009? Su respuesta es: la antifragilidad. Según Taleb, la antifragilidad es precisamente lo contrario de la fragilidad, concepto que va más allá de la capacidad de resistencia. Lo antifrágil no solo resiste al cambio, sino que además se adapta y mejora.
Toda organización o sistema puede ser frágil o antifrágil. En el terreno político, según Taleb, el Estado-nación tiende a ser frágil, por ser más vulnerable a grandes choques, mientras que la ciudad-Estado es antifrágil, por su mayor adaptabilidad. Desde esta lógica, Singapur es un ejemplo de antifragilidad. Esta pequeña isla pantanosa, emparedada entre Malasia e Indonesia, ha sido capaz de prosperar mucho más allá de su potencial intrínseco. Sin otros recursos que el ingenio de sus gentes, este Estado-ciudad ha sido menos vulnerable a los cisnes negros que sus vecinos, más grandes y ricos en recursos naturales.
China, gran admiradora del modelo singapurense de gestión, también se ha visto fortalecida por los vaivenes de la globalización. Por ello cabe preguntarse si, a pesar de su enorme tamaño, también es antifrágil. Curiosamente, el líder chino Deng Xiaoping visitó Singapur en noviembre de 1978, un mes antes de la tercera sesión plenaria del Undécimo Comité Central del Partido Comunista de China, cónclave que sentó las bases ideológicas de la transición económica china. En su discurso de clausura, Deng Xiaoping defendió ante sus camaradas que la modernización de China solo es alcanzable con más democracia (en el sentido leninista), descentralización administrativa y aceptación de la desigualdad económica. Rotos los tabúes, se hicieron cosas otrora impensables: se fomentó la migración del campo a la ciudad, se captaron tecnologías de los países “imperialistas” y, en general, se abrieron las puertas al capitalismo (Deng Xiaoping lo resumiría con su sentencia “no importa que el gato sea blanco o negro; mientras pueda cazar ratones, es un buen gato”).
Singapur puede haber inspirado a la China denguista, pero las diferencias de tamaño nos impiden establecer comparaciones. La comparación con la China de Mao resulta más esclarecedora, y sugiere que China bajo Deng se ha hecho bastante antifrágil. Veamos: la primera se caracteriza por el culto a la personalidad; la segunda, por una gestión colectiva. En la China de Mao, la economía obedece a un plan, pero hay terribles hambrunas; en la de Deng, la economía es más caótica, pero la gente tiene el estómago lleno. Una es frágil; la otra es antifrágil. Deng entendía la diferencia y sabía a lo que se exponía emprendiendo un programa liberalizador. Lo dijo a su manera campechana: “Cuando abres las ventanas, entran moscas”.
Las moscas no tardaron en aparecer. La caída del muro de Berlín y la tragedia de Tiananmen en 1989 fueron dos “cisnes negros” que bien podían haberse saldado con el régimen, con las reformas, o los dos. Pero Pekín no se quedó inmóvil: la profunda convulsión creada por los eventos que ocurrieron entre 1989 y la disolución de la URSS en 1991 sirvió para dinamizar el programa reformista de Deng. Luego, a finales de los noventa, China aprovechó la crisis financiera asiática (otro cisne negro) para acelerar la reforma del sector público y financiero, emergiendo con una economía más solvente y competitiva. Por ejemplo, la reconversión del sector textil chino fue un acto de “destrucción creativa” en la que se cerraron muchas empresas públicas, de cuyas ascuas nacieron pequeñas empresas privadas más flexibles e innovadoras.
En la práctica, China encaja casi perfectamente con la hipótesis de Taleb, pero no en la teoría, ya que, según el autor, los regímenes autoritarios son particularmente vulnerables a cisnes negros (como, por ejemplo, Egipto durante la primavera árabe). Entonces, ¿cómo es posible que China haya podido lidiar con éxito tanta ave parda? Me aventuro a sugerir que la respuesta guarda relación con el caos y la creatividad schumpeteriana que prevalece en muchos aspectos de la vida en China, país en el que —contrariamente a las apariencias— el grueso de la energía social y económica fluye de “abajo arriba”. Paradójicamente, son los millones de trabajadores migrantes, los espabilados emprendedores rústicos y los ambiciosos funcionarios de provincias convencidos de que “el cielo es alto y el emperador está muy lejos” quienes —por su capacidad de adaptación e innovación— han generado estabilidad.
La pregunta es si el país asiático se reinventará al ritmo del cambio social
Esta interpretación alternativa del éxito chino concuerda con sus propios preceptos taoístas. Estos ensalzan la libertad y el naturalismo, y advierten a los gobernantes sobre los males de la planificación excesiva. Así, según el taoísmo, lo frágil es robusto y viceversa: la tormenta arranca el macizo roble de cuajo, mientras que la delicada hoja de hierba sobrevive plegándose ante el viento y la lluvia. Lógicamente, en el taoísmo, la antifragilidad la encarna el individuo, no el Estado.
Por ello, cabe preguntarse si China será capaz de reinventarse a medida que su sociedad cambia y el individuo se emancipa. En los próximos años, la nueva generación de dirigentes encabezados por Xi Jinping tendrá que gestionar un sinfín de retos cada vez más complejos: el cambio de modelo de crecimiento, la corrupción, la degradación medioambiental, el proceso de urbanización, las diferencias intergeneracionales y el activismo político. Además, tendrán que gestionar las tensas relaciones con sus vecinos, así como con Estados Unidos.
¿Podrán seguir convirtiendo semejantes cisnes en patos laqueados?
Ciertamente los chinos no son extraños a los desafíos (y además son buenos cocineros). Su longeva civilización ha resistido todo tipo de calamidades, saliendo además fortalecida, gracias al arraigo de su cultura e instituciones. Tradicionalmente, estas últimas combinan un Gobierno central limitado pero eficaz (que defiende fronteras, administra oposiciones, provee infraestructuras y asegura estándares comunes) y una periferia dinámica y semiindependiente. El genio de Deng consistió en redescubrir la importancia de ese delicado equilibrio. Resta ver si el camarada Xi y el resto del Politburó continuarán su obra, adaptándola a una sociedad mucho más sofisticada y compleja. Por nuestro propio interés, esperemos que 2013 —año de la serpiente— nos traiga una China más antifrágil.
Julio Arias es diplomático europeo y autor de Naranjas de la China: un español en Pekín.
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