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Columna
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Al norte

Aquí, con un libro en las manos y un cielo enorme sobre mi cabeza, soy feliz

Inferno junto a la cama. La luna llena se mete en la habitación tras acariciar la coronilla de los montes. Sueño con Strindberg y sus bigotes retorcidos en este torreón que a treinta metros sobre el mar parece que flota en el fin del mundo. Aquí termina una senda por la que voy caminando a la playa entre mariposas y busardos ratoneros. Apenas se oye algo más que el viento y las charlas de las moscas. O los gritos de las grajas, que al atardecer salen a pasear envueltas en sus tabardos negros. Unos golpes a la altura de la almohada me despiertan a las seis en punto. Abro la ventana. Un macho cabrío me mira a los ojos. Estoy sola. Será mejor que lea a Tolstoi. Algún relato que sosiegue el alma. No tengo coche y se me ha acabado el gas. Sólo podría traer una bombona haciéndola rodar por el campo. Imposible cocinar. Caliento agua para lavarme en un barreño que dejo al sol cuando sale entre las nubes. Me alimento de tomates, anchoas y manzanas. Las gaviotas aterrizan a mi alrededor, ángeles voraces, con un revuelo de alas blanquísimas. Y yo corro de espaldas hacia los caminos de la infancia. Entre vilanos, zarzas y capuchinas se escuchan las voces de los cencerros. Bancos de peces surcan la ría, como bandadas de golondrinas. De pronto se les ve el vientre plateado y parecen grandes latas de sardinas atravesando el agua salada. Cuando llueve hay regueros de mercurio en los cristales, por los que los caracoles practican la caída libre al ralentí. Y de noche, luces minúsculas en los tojos. Luciérnagas entre espinas. Vecinos todos de la muerte, ese mal infinito que, aunque pudre la vida, hace brillar lo efímero. Aquí, con un libro en las manos y un cielo enorme sobre mi cabeza, soy feliz.

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