Lisboa: el grafiti amansando a las ciudades
Hace no mucho El País Semanal (19/12/2014) publicaba un reportaje sobre el éxito de la campaña que, en Lisboa, llevaba seis años poniendo las pintadas artísticas al servicio de la revalorización de determinadas fincas y de la ciudad en general. Lo más interesante era como, entre las virtudes de la iniciativa oficial, estaba la de haber hecho recular el vandalismo que estaba afectando el Barrio Alto de la capital portuguesa, ahora en proceso de pacificación gracias en parte a la proliferación de arte urbano de calidad.
Da qué pensar lo que de paradójico tiene ese papel que se está haciendo jugar a los grafittis no solo en Lisboa, sino también en otras ciudades europeas como Colonia, Bristol, Granada, Milán, Tesalónica, Linz, Rotterdam... Lo acabamos de ver en los distritos madrileños de Usera y Villaverde (véase El País, Madrid, del 6/1/2015). En efecto, hasta hacia poco —y todavia ahora en la mayoría de ciudades del mundo— el grafiti y los grafiteros aparecen colocados en el saco de las "conductas incivicas" perseguidas como falta e incluso como delito en tanto que deterioro de bienes públicos o privados. A una ciudad a la que se quisiera ver convertida y recibida como discurso, esa especie de maquis sígnico de ciertas culturas juveniles le oponía intervenciones creativas cuyo autor se negaba a identificarse y que implicaban una especie de rebeldía sígnica que desbarataba con su rotulación alternativa el despotismo de los rótulos comerciales, la cartelería política o la señalética administrativa. Ese era el argumento de Jean Baudrillard en su conocido artículo "Kool Killer o la insurrección del signo" (en El intercambio simbólico y la muerte, Monte Avila) y también el testimonio de un trabajo clásico sobre la historia del grafiti a partir de sus inicios en Estados Unidos: el de Craig Castleman, Getting Up. Hacerse ver (Capitán Swing).
Es por ello que las autoridades acosaban a quienes venían presentando como gamberros del espray, cultivadores de una insubordinación semántica con que se estropeaba el paisaje urbano, aunque acaso estos jóvenes no fuera tanto que contradijeran la preocupación por embellecer las ciudades, sino, al contrario, la llevaban a sus últimas consecuencias, aunque con criterios ciertamente disidentes. Dicho de otro modo, las lógicas estéticas oficiales se plasmaban en un modelo que podríamos llamar modelo maquillaje, mientras que este mismo dispositivo de cartografiado simbólico-estético tomaba para los activistas gráficos la forma más expeditiva e irreversible de este mismo principio, lo que podríamos llamar modelo tatuaje. Pero los rebeldes del grafiti no contradecían la voluntad cosmética oficial, sino que la llevaban a la exacerbación, aunque fuera siguiendo unos criterios estéticos propios que podrían antojarse desobedientes respecto de los promocionados desde las instituciones.
Quizás sea esa la clave de esa relación ambigua de las autoridades con estas pigmentaciones urbanas: por una parte, como estamos viendo, pueden ponerlas en valor y elevarlas a la categoría de artísticas, incluso incorporándolas a los circuitos museales, patrocinándolas mediante subvenciones públicas, dedicándoles espacios privilegiados, pero por otra parte pueden perseguir esas mismas producciones creativas en cuanto escapan de su monitorización y darles trato legal como auténticos crímenes. Por su parte, los grafiteros pueden bascular entre la tentación de un reconocimiento que puede permitirles pensar en una cierta profesionalización artística en algunos casos, y una suerte de lealtad a la vocación con que nacieron sus inscripciones en tanto que actos de resistencia.
La orientación hegemónica en el tratamiento estético de las ciudades consiste en no dejar vacios en manos de la ambigüedad o la indeterminación, fijación por dotar de significado todo, entendiendo la ciudad como un sistema referencial coherente y lógico que debe explicitar al máximo los elementos gramaticales que hacen posible su inteligibilidad en un determinado sentido. Para ello, los técnicos en ciudad se cuidan de establecer una infraestructura hecha de signos, que busca estimular determinados sentimientos de identificación y facilitar el desenturbiamiento cognitivo de la urdimbre metropolitana en favor de un determinado imaginario que se pretende que sea compartido. Pero esa preocupación por la producción significante sufria la irreverencia de quienes se sentían con derecho a hacer del espacio urbano un espejo que reflejase un determinado universo simbólico distinto del oficial.
Situadas en polos aparentemente antagónicos, las autoridades y las culturas juveniles insumisas se peleaban y se pelean todavía en muchos sitios para ocupar significadoramente un mismo terreno donde cada uno de ellos procura imponer sus marcas, y al mismo tiempo, borra o cubre las del contrario. A veces, como en Lisboa, pueden llegar a la conclusión de que, en el fondo, su causa es la misma: conseguir que por fin la belleza amanse las ciudades y apacigüe sus pasiones.
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