Fresas que dan poder
El empoderamiento de las jornaleras agrícolas en Marruecos está cambiando la vida de muchas comunidades rurales
La aldea de Laghdira no está lejos de Larache. La carretera que lleva a ella se deteriora a medida que pasan los kilómetros hasta convertirse en un camino de tierra que atraviesa campos en los que se ven mujeres recogiendo nabos o cacahuetes. Pronto empezará la temporada de la patata y finalmente la de la fresa, el cultivo que más riqueza ha traído a la provincia de Larache y que demanda gran cantidad de mujeres para su recolección y procesamiento ya que sus manos, más delicadas que las de los hombres, se adaptan mejor a este fruto. Eso les dicen a ellas, aunque los verdaderos motivos son otros, relacionados con la desigualdad laboral y social.
En casa de Fátima H., un grupo de ellas habla de su condición de jornaleras agrícolas. La mayor de todas, Fatma H., de 50 años, casada y con cuatro hijos, cuenta que siempre han vivido del campo y siempre estuvieron muy explotadas: trabajaban de sol a sol, los capataces las insultaban, las castigaban, pocas veces les pagaban lo acordado… “Nosotras callábamos porque dependíamos del trabajo para sobrevivir”.
Desde que en 2008 el gobierno marroquí presentara el llamado Plan Marruecos Verde, con el objeto de aumentar la producción de frutos rojos, entre otros, y su potencial de exportación, el sector de la fresa se ha asentado en las provincias de Larache y del Gharb empleando a unas 20.000 mujeres. La mitad trabajan directamente en los campos y la otra en las fábricas de envasado para su venta en el mercado europeo.
En 2009, Oxfam Intermón comprobó que muchas carecían de contratos laborales, no estaban dadas de alta en la seguridad social, bastantes eran menores, no se cumplía el salario mínimo... Las leyes marroquíes son claras respecto a los derechos de los trabajadores, pero falla su implementación. Por eso, esta organización se alió con la ONG local Réseau des associations de développement (Radev) para organizar caravanas de sensibilización por las aldeas de la zona en las que se informaba sobre derechos y justicia social, y se impartían cursos de formación. Gracias a estos programas muchas jornaleras fueron conscientes de su situación, de lo que se les negaba por el mero hecho de ser mujeres. Y decidieron asociarse para defender sus derechos.
“Muchas no conocíamos nuestros derechos y los beneficios que nos correspondían, como médico, pensión, subsidio familiar…”, comenta Jamila H., de 38 años, madre de dos hijos y divorciada.
“Tampoco conocíamos el Código de Trabajo”, añade Fátima H., hermana de la anterior y dueña de la casa en la que se celebra el encuentro. “No sabíamos que existía un salario mínimo o a unas condiciones de trabajo dignas. Ahora lo sabemos, somos conscientes de nuestros derechos y obligaciones, y eso está haciendo que nuestras vidas cambien”.
“También nos sentíamos abandonadas por nuestras familias”, afirma Ghita A., de 31 años, casada y con dos hijos. “Pero eso ya ha cambiado”, apunta Fatma. “Ahora maridos e hijos colaboran con nosotras en la lucha por nuestros derechos”.
Orgullosa de sí misma
Con un pañuelo verde oscuro, casi negro, una blusa de flores y una falda larga, Fátima H. recibe la visita en su casa en la aldea de Laghdira. El edificio de adobe y palos, con techo de zinc, no hace mucho que fue pintado. Una mesa repleta de dulces y té y rodeada de sillones espera en un rincón del salón. Enfrente, una estantería de bambú con una televisión pequeña y antigua, algunas flores de tela y tapetes de ganchillo. Una cortina morada separa la estancia del que parece ser el único dormitorio.
Estas mujeres valientes se han convertido en referentes en sus comunidades; aconsejan a otras sobre sus condiciones laborales y cuestiones personales. Todas sueñan con que sus hijos e hijas estudien y no sean jornaleros. “A nosotras nos hubiera gustado estudiar, pero nos fue imposible”, comenta Fátima. Por eso, ahora están reivindicando que el Gobierno ponga un transporte que lleve a los jóvenes de la zona hasta la escuela secundaria, que está lejos.
La Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) invirtió 1.600.000 euros entre julio de 2010 y diciembre de 2014 en este proyecto. Gracias a la formación recibida por las beneficiarias, estas pueden continuar la labor de sensibilización y apoyo a otras mujeres. Lo que puede considerarse una prueba de que la ayuda al desarrollo, si se emplea bien, no necesita eternizarse. Crea las capacidades necesarias y luego se retira. Ahora, las cooperativas de jornaleras creadas en este periodo con la ayuda de Radev están buscando medios propios, como la venta de plantas aromáticas, para autofinanciarse.
Un camino franqueado por chumberas trepa a la aldea de Oulad Ouchih, más alejada de la capital que la anterior; por él regresan de los campos sendos grupos de jóvenes ataviadas con botas de goma y batas de felpa que imitan pieles de animales. En casa de Charifa Bejja, ausente por encontrarse en unas jornadas en Barcelona, esperan siete chicas de entre 19 y 26 años de la asociación que ella preside y que agrupa a unas mil mujeres. Tres de ellas son consejeras de la entidad y se muestran más espontaneas y optimistas en sus discursos.
Antes vivíamos entre la casa y el trabajo y no éramos capaces de hablar con nadie. Ahora tenemos confianza en nosotras mismas Aswae Ben Bonaâza, jornalera de 26 años
“Gracias a la formación y a la capacitación recibida”, comenta Aswae B. B., de 26 años, “nos sentimos empoderadas. Antes vivíamos entre la casa y el trabajo y no éramos capaces de hablar con nadie. Ahora tenemos confianza en nosotras mismas y no tenemos miedo a hablar. Por ejemplo, un día, en la fábrica donde trabajo, el capataz comenzó a gritar y a amenazar con despedirme. Le dije que no tenía razón y él, que no se esperaba que yo le plantase cara, no fue capaz de decir nada. Salió y al rato volvió nervioso, temblando, y me dijo que podía seguir trabajando”.
“Este programa de capacitación nos ha hecho conscientes de nuestros derechos y nos permite enfrentarnos a la tradición y a los hombres. Antes no tenía argumentos para defender mis derechos, pero ahora, gracias a la formación recibida, puedo empezar a hablar diciendo ‘de acuerdo a la ley tal…’ y nadie puede contradecirme”, añade Chaíkoe B., de 23 años, sin velo y con una bata marrón con lunares blancos que a la hora de hacer fotografías cambiará por una blusa blanca y un pantalón negro.
Muchas no conocíamos nuestros derechos y los beneficios que nos correspondían, como médico, pensión, subsidio familiar… Jamila Harhour, jornalera, 38 años
Dounia B., de 19 años, también sin velo, añade que el papel de la asociación es generar cambio y transformación en la comunidad. “Antes estaba mal visto que una mujer saliera a trabajar o fuera a un curso de formación. Pero la comunidad ha visto cómo compartimos lo aprendido y eso ha hecho que cambie su percepción sobre nosotras”.
Estas jornaleras agrícolas, al formase, asociarse y empoderarse están transformando sus vidas y las de sus comunidades. Algunas están dando el salto a la política local como es el caso de Fátima H., Charifa B., o tantas otras, para defender sus derechos. Esta generación de mujeres se está convirtiendo en un punto de inflexión con respecto a las generaciones anteriores y el deseo de un futuro mejor para sus hijos, espejo de un nuevo Marruecos.
Fátima, pared con pared
La niña avisa a un hombre, y este dice, “Esperen, no se vayan aún. Hablen con ella”, dirigiéndose al grupo de periodistas. Es por la tarde en Oulad Ouchih, en la zona rural de Larache.
La niña espera, apoyada en la puerta de la casa de al lado. Pared con pared. El hombre consigue llamar la atención del grupo, antes de que se marche, y explica que la niña sólo quiere contar “un problema que tiene”.
Fátima, de 17 años, la mayor de tres hermanos. Trabaja con su madre en los campos de fresa desde que tenía 7 años. Acaba de regresar del campo. Sin muchos más preámbulos, dice: “Mi problema es el patrón”.
Tanto en la temporada de siembra, como en la de recogida, el patrón le quita la mitad del salario de un día, si se deja algo en el camino, o las fresas se le caen por descuido. Normalmente, las mujeres que recogen las fresas pasan toda la jornada inclinadas, con las manos muy cerca de la tierra, y con una caja abierta a la espalda, donde van echando la fruta que recogen. La cosa está pensada para evitar las ganas de erguirse. A veces, cuando Fátima lo intenta, se le caen algunas. No se da cuenta y vuelve a inclinarse para seguir la recolecta. Si el patrón llega y se da cuenta, le regaña.
Fátima habla con voz vivaracha y mira a los ojos directamente. Dice que el patrón la tiene tomada con ella y le quita medio día de salario. “Cobro 63 dírhams al día” (poco más de 5 euros). Probablemente hoy ha sido uno de esos días.
Está atardeciendo y a Fátima la rodea una algarabía de niñas que se juntan y hablan a la vez. La mayoría, como ella, acaba de volver de trabajar en los campos de fresas. Son decenas. Algunas de apariencia muy joven, otras de edades imprecisas. La edad mínima para trabajar es de 15 años.
Fátima, como muchas de esas niñas trabajadoras que la rodean, no va a la escuela desde que empezó en las fresas, así que sólo llegó a estudiar el primer año de la Primaria.
—Pero sé leer y escribir – dice por si acaso.
Y también dice que le gustaría volver a la escuela. “Para estudiar y ser policía”. Y ya está. Se queda callada, sin apartar la mirada fija, brillante. Ha dicho su problema y espera, apoyada en la pared, hasta que los periodistas se vayan.
Fátima, como el resto de las niñas con las que trabaja, cuenta con una ventaja: su futuro. Pero ¿y si el pasado le estuviera ganando la partida? Su mirada fija y la sonrisa desafían a ese pasado que aquí convive con el futuro que ya viven las mujeres organizadas al otro lado de la pared.
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