Juan José Omella, un papable de pueblo
ES difícil pillar a monseñor en un renuncio. Maneja con maestría la derecha y la izquierda: compromiso social y ortodoxia doctrinal. Su simpatía desarma. No proyecta el aire melifluo de un príncipe de la Iglesia. Es grande y varonil. Se ríe con todo el cuerpo. Hijo de agricultor y tejedora de la Franja de Ponent, el Aragón catalán. La lengua en que se movió hasta el seminario. Y ha recuperado como arzobispo de Barcelona. De niño quería ser torero. De ahí su soltura con los quites. También le tiraba la Iglesia. “Triunfó la segunda opción”.
En 1970, con 24 años, fue ordenado sacerdote. No era un intelectual. Aunque había estudiado Humanidades, Filosofía y Teología. Su vocación era cura de pueblo. “Estar con las personas; compartir sus alegrías y tristezas”. También soñaba con ser misionero. Dudó. Durante 20 años alternó ambas pasiones entre Zaire y el Bajo Aragón. Fue profesor de instituto y se despojó del alzacuellos en Africa. “Vi niños que morían por falta de medicamentos. Me indigné. Tuve una crisis. Desde entonces he luchado por acercar la Iglesia a los que sufren”. En 1996, contra pronóstico, fue nombrado obispo. Un monseñor que compraba en el súper y jugaba al baloncesto. Detrás estaba el muy político arzobispo Elías Yanes. Uno de sus prescriptores. Incluso en la Santa Sede. Donde junto a otros dos cardenales de origen aragonés, Santos Abril (un diplomático) y Fernando Sebastián (un teólogo), hace lobby a su favor. La lista de sus padrinos se completa con los cardenales Blázquez, Madariaga, Monteiro, Stella, Oullet o Wuel.
De auxiliar en Zaragoza pasaría a Barbastro y de ahí a Logroño. Destinos menores. “Nunca he buscado nada”. En la Conferencia Episcopal del intransigente cardenal Rouco encontró refugio en la Pastoral Social, encargada del trabajo en las cárceles, centros de menores y junto a Cáritas. En junio de 2005, cuando una veintena de obispos clamó en las calles de Madrid contra el matrimonio gay, Omella se quedó en casa. Una semana más tarde, era el único monseñor que asistía a una manifestación contra la pobreza: “Era mi sitio”.
Hace un año, el papa Francisco dijo que quería sacerdotes, “con olor a oveja, no con gesto de vinagre”. Ahí encajaba Omella. Se conocieron en enero de 2006. Volvieron a verse en febrero de 2014 en Roma. En esa reunión, Francisco trazó la hoja de ruta a sus obispos. Una semana más tarde, Omella se hacía cargo de la presidencia de la Pastoral Social en España. Un puesto clave para Francisco. A finales de ese mismo año le nombraba consejero de la Congregación para los Obispos, la fábrica de monseñores. En abril de 2015, Omella hacía público un documento de los obispos españoles siempre postergado titulado Iglesia, servidora de los pobres, que suponía la primera autocrítica de la jerarquía católica sobre su papel en torno a la crisis económica. Por fin, en diciembre del año pasado, Francisco le nombraba arzobispo de Barcelona, una de las diócesis más destacadas pero dividida por el proceso independentista. Una patata caliente. “Aquí he venido a acompañar y a ayudar. No soy político”.
Cuentan que Francisco suele llamar al móvil de Omella. Hablan de los candidatos a obispos y los abusos dentro de la Iglesia. Un tema que les quita el sueño. La última llamada le pilló en El Corte Inglés. Cuando Omella le pidió disculpas, el Papa le previno de los males del consumismo. Y ambos se partieron.
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