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Columna
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Querido Roque

LOS MUERTOS sois espejos en los que es difícil mirarse. Ya hace cuatro años de tu muerte, pero hoy es la primera vez que me atrevo a escribir sobre ti. Durante este tiempo he pensado mucho en quiénes éramos y en nuestra amistad. Mi duelo por ti fue solitario. El día de tu incineración no encontré a nadie a quien abrazar en el cementerio, y cuando volví a casa, mi familia observó mi llanto con impotencia porque, aunque querían consolarme, ellos apenas te conocían. Sin embargo, con el tiempo, ha sido en la comprensión del porqué de la soledad de mi duelo en donde he conseguido encontrarte.

En nuestra amistad estábamos solos tú y yo. Nuestro amor, porque la amistad es amor, nunca fue ni carnal ni platónico. Desde que nos conocimos durante la primera semana de universidad, nos quisimos como si fuéramos una pareja de viejos, con serenidad y sin idealización. Nuestros encuentros casi siempre transcurrían a solas. En las cafeterías o en el cuarto de estar de la casa de tus padres, en donde solíamos citarnos, nunca me hablaste ni de fútbol ni de mus, aunque sé que eran actividades que te importaban. Las charlas que recuerdo eran sobre discos de música brasileña y de la Fania, sobre lo enamorado que estabas de Rita Hayworth, y sobre los libros de Thomas de Quincey y del Marqués de Sade que me regalabas con dedicatorias en las que decías que me ibas a corromper, pero que luego no te atrevías a firmar por si mi madre, a quien apreciabas, las leía.

En las cafeterías o en el cuarto de estar de la casa de tus padres, en donde solíamos citarnos, nunca me hablaste ni de fútbol ni de mus.

Me enteré de tu muerte por mi padre. La mañana del 12 de octubre de 2012, me llamó por teléfono y dijo: “En casa estamos todos bien”. Luego me contó que te habían matado a tiros en un parking en Angola. Mi madre había muerto hacía un año y todo lo que creía haber aprendido durante su duelo no me sirvió de nada. Ha sido difícil echarte de menos. Durante estos años, he pasado mucho tiempo buscando fotografías en las que saliéramos juntos para poder mostrar mi dolor a los demás; pero estas no existen. He tardado en comprender que nuestra amistad transcurría en momentos que no se retratan.

Ahora, cuando quiero recordarte, pienso en la última vez que nos encontramos. Ocurrió cuando tú ya estabas muerto. Tu cuerpo viajaba en la bodega de un avión desde Luanda a Madrid y, al mismo tiempo, yo volaba desde Nueva York a España para verte. En el aire me consoló pensar que los dos habíamos despegado para poder acompañarnos en nuestro camino hacia el tanatorio.

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