El poder imaginado del secesionismo
Los independentistas pueden desafiar al Estado y quien desafía puede ganar o perder, pero no negociar. Si el marco legal es violentado, la única opción es neutralizar la agresión, sin condiciones ni contrapartidas, como han hecho otras democracias
Hace un mes, Puigdemont y Junqueras decían en esta página (EL PAÍS, 20 de marzo de 2017) que “Pactar la forma de resolver las diferencias políticas siempre une”. Estoy de acuerdo. Hacer política es conversar sobre la diferencia y el conflicto, avanzar sin imponer, educar y ser educado. Hacer política es convivir. Pero no son diferencias políticas las que separan la Generalitat del Gobierno central, sino concepciones incompatibles de lo que es un Estado de derecho. Cuando exigen un referéndum de autodeterminación, Puigdemont y Junqueras dejan de hacer política y se sitúan en un plano distinto: el de la negación de la autoridad del Estado y desacato de sus leyes. Un plano desde el que se puede ganar una guerra, pero no negociar un acuerdo.
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Las leyes están investidas de la autoridad que les confiere la adhesión a las mismas de quienes están obligados por ellas. No nos dicen lo que hemos de hacer, pero lo que decidamos hacer debe ser coherente con las obligaciones que prescriben. Estas simples ideas facilitan la relación entre personas, mantienen la paz y han jugado un papel fundamental en el desarrollo de las sociedades y en su prosperidad. Las leyes son fruto de la invención humana y, por tanto, perfectibles. Pueden ser cambiadas, y de hecho lo son, de acuerdo con lo previsto en el mismo ordenamiento legal. Como el mismo Tribunal Constitucional reconoce, en su auto de 14 de febrero de 2017 de incidente de ejecución de sentencia sobre la hoja de ruta del Parlamento de Cataluña, la Constitución puede ser reformada y el Parlamento de Cataluña puede debatir el proceso constituyente de una Cataluña independiente “sin ignorar de forma deliberada los procedimientos expresamente previstos a tal fin en la Constitución”. Pero no es este el tipo de cambio del que Puigdemont y Junqueras quieren hablar. Lo que quieren es negar el marco legal vigente y salir de la jurisdicción que les obliga: “El Gobierno de la Generalitat va a poner las urnas. Que decidan. Es su derecho. Y lo van a ejercer”.
Este es el lenguaje del poder. El del gobernante que se cree con capacidad para hacer que otros hagan lo que él quiere. Del que sabe lo que es bueno para sus ciudadanos y cuáles son sus derechos. Y, en una muestra de autoridad, del que no tiene ninguna duda de que estos derechos van a ser ejercidos. Del líder que habla alto y con ostentosidad para guiar al pueblo y amedrentar al enemigo.
El independentismo no cumple lo que promete porque promete lo que no puede cumplir
Pero el lenguaje puede mostrar más de lo que uno desea. Y aquí insinúa también impotencia porque Puigdemont y Junqueras no pueden concretar la magnitud y naturaleza de sus fuerzas. Harán “lo indecible” para que los catalanes voten a favor de la secesión de Cataluña, pero no dicen qué van a hacer. Puede ser indecible por prudencia para no alarmar con la gravedad de las tensiones que nos esperan; por cautela estratégica para no revelar planes de acción en un conflicto institucional abierto; pero también por necesidad,º porque nada hay detrás de la propaganda secesionista y nada se puede decir.
Los independentistas avanzan hacia el conflicto con palabras desafiantes y acciones ilegales, y no parecen ser conscientes del coste que causan. No del personal, que seguramente tienen asumido, sino del social, que por afectar a todos y estar ya produciéndose es mucho más importante. Han dividido a la sociedad catalana; la han sumido en un clima de incertidumbre que está comenzando a pesar por la angustia personal que provoca; y han interferido en la marcha de la economía española. Y aún más grave es el duro ataque que está sufriendo la Constitución y el marco legal en su conjunto. Ahí pueden haber estimado en exceso sus posibilidades y minusvalorado la capacidad del Estado.
El marco legal es indefenso y el Estado debe protegerlo. No sorprende por tanto que la propaganda secesionista haya presentado al Estado como un ente antidemocrático, injusto, represor y sobre todo anti catalán. Un Estado casi fallido, surgido de una transición mal cerrada, y ajeno al sentir de los ciudadanos. Sin embargo, esta es una caracterización de la realidad burda y contraria a la evidencia: la actual etapa constitucional es el período más largo de paz y prosperidad que los españoles hemos vivido, el más abierto al mundo, y el que por primera vez en la historia nos ha dado un marco legal y político homologable con los existentes en las democracias más asentadas.
El Estado tiene la autoridad que le confiere la adhesión de sus ciudadanos
Los independentistas pueden desafiar al Estado y quien desafía puede ganar o perder, pero no negociar. Desafiar y a la vez reclamar diálogo es una contradicción que muestra la debilidad del movimiento secesionista o la gran confusión en que se mueve. El Estado debe de saber que si el marco legal es violentado su única alternativa para no perderlo o debilitarlo es neutralizar esta agresión. Y hacerlo sin condiciones ni contrapartidas como han hecho otras democracias que han superado envites similares, para que nadie albergue duda alguna de que con la Constitución no se especula.
El Estado cuenta con un aparato de poder del que carecen los secesionistas. Pero este no es el factor decisivo. Lo que realmente importa es que el Estado tiene la autoridad que le confiere la adhesión de sus ciudadanos. Una adhesión voluntaria y genuina, basada en la experiencia de una sociedad civil abierta, respetuosa de la diversidad y capaz de gestionar el conflicto dentro de un marco legal moderno y aceptado por todos.
El poder del movimiento secesionista es de otra naturaleza: ha orquestado para su causa una buena campaña propagandística y ha organizado manifestaciones masivamente concurridas. Más allá de esto, lo único que ha ofrecido son calendarios de actuación siempre incumplidos. Ha generado grandes expectativas, que explican el aumento de los partidarios de la independencia desde el 13,3% de 2005 al 47,3% de 2013 (datos del CEO, el organismo de la Generalitat encargado de elaborar encuestas). Pero la reiteración del mensaje y la ausencia de resultados tangibles también ha provocado la frustración y el cansancio que motivan el parón y gradual descenso de este porcentaje después del máximo de 2013 hasta situarse en el 39,7% de 2016. El movimiento secesionista arrastra desde 2013 un déficit de credibilidad insoportable. No cumple lo que promete, porque promete lo que no puede cumplir.
El independentismo tiene menos poder del que presume y carece de autoridad. Cuando amenaza con castigar a los catalanes que no están dispuestos a seguir sus designios, imagina una fuerza de la que no dispone. Cuando utilizando a la Generalitat enfrenta entre sí a los catalanes, muestra una falta de responsabilidad política que cercena la adhesión social que necesita. No tiene legitimidad para cambiar de forma tan drástica la vida de tantas personas.
Antoni Zabalza es catedrático de Economía de la Universidad de Valencia y fue secretario de Estado de Hacienda.
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