Vestigios industriales en el Chile austral
Ciudades que son ruinas de la clase obrera
Se debate con frecuencia a propósito de qué debe entenderse en las ciudades por patrimonio, sobre todo a partir de la evidencia de cómo son puestas sus aplicaciones al servicio de buen número de impostaciones identitarias, casi todas políticamente determinadas o al servicio de diversas formas de márquetin territorial, orientadas a vender al mejor precio posible paisajes urbanos a promotores turísticos o inmobiliarios sin demasiados escrúpulos.
Podemos ponernos de acuerdo, de entrada, acerca de que la definición de patrimonio remite, en su origen, a lo que una generación hereda de la que le precede, lo que permite a un cierto linaje reproducirse; también a lo que una persona o un grupo considera que posee, todo lo que ha de administrar y ceder luego a sus descendientes, sus propiedades, no sólo en el sentido de sus posesiones, sino en el de lo que le es propio, sus cualidades, lo que le dota de particularidad.
Cuando inventarían los elementos humanos resaltables distribuidos por el espacio, los trabajos expertos sobre patrimonio, así como las iniciativas políticas al respecto, suelen atender piezas supuestamente idiosincrásicas, nudos o núcleos fuertes que se presumen capaces de remitir a un pasado compartido por una cierta comunidad, rasgos arquitectónicos o urbanísticos que merecen ser subrayados, en detrimento de otros que se desechan o sencillamente pasan desapercibidos.
Subrayados en su ubicación natural, pero súbitamente museificados por la mirada del especialista, se considera que esos materiales espaciales a patrimonializar expresan elocuentemente virtudes colectivas que deben durar, ingredientes de los que –se insinúa– depende la pervivencia misma del grupo que los exhibe como sus atributos extensivos. Es así que ciertos aspectos de un determinado territorio reciben un trato singular al ser integrados en la lista de lo que se establece que es patrimonio cultural, artístico, etnológico, histórico... Fragmentos del espacio son de este modo enaltecidos y salvaguardados por su valor como pruebas de un pasado digno de ser recordado, es decir tenido presente.
En realidad, lo que se establece para esos lugares especiales es una suerte de indulto que les permite el privilegio de no ser arrasados por esa máquina de depredarlo todo que es el sistema capitalista, que solo salva del borrado aquello de lo que, momificado, puede ser eventualmente fuente de beneficios económicos directos, o indirectos, cuando se ponen al servicio de la legitimidad simbólica de las instituciones encargadas de proteger sus intereses.
Este es el caso de los restos industriales –fábricas, talleres, colonias, minas, muelles, barrios enteros…– que guardan la memoria de lo que había antes de las grandes dinámicas de terciarización que han convertido la mayoría de núcleos urbanos que un día fueron obreros y, por tanto, conflictivos, en ciudades de servicios y, por tanto, serviciales, cuando no serviles.
Es ese el caso de las ciudades del Chile austral –Concepción, Valdivia, Punta Arenas…– y los intentos por rescatar de la amnesia lo que queda de los escenarios de vida y de trabajo de la clase obrera que protagonizó el proceso de industrialización de las regiones de Biobío, Los Lagos, Los Ríos, Aysén o Magallanes. Y ese fue el asunto a tratar hace poco en Valdivia, en mayo de 2017, en el II Seminario Formas de habitar colectivo en el sur de Chile.
Coordinados por los profesores Robison Silva y Tirzia Barría, el evento reunió a historiadores, antropólogos y arquitectos para hacer balance del estado de la arqueología fabril más abajo de Concepción. Así, se habló de lo que queda de la industria del lino y del trigo en La Unión; de la habitación obrera en la La Teja, en Valdivia, o en la Población 29 de diciembre, en Punta Arenas; del Recinto Facela, en Laja, o de la Villa Spring Hill y otros núcleos de población obrera en el Gran Concepción..., una línea de trabajos investigadores auspiciada por el CONYCIT chileno, dirigida por la profesora Alejandra Brito y que le debe mucho a la labor de agitación intelectual del profesor Rodrigo Herrera. Y un asunto, el de la recuperación de la memoria popular del sur urbano de Chile, que ya conoce publicaciones de interés que lo abordan. Por ejemplo, 'El exilio del trabajo minero en Lota (1973-2007)', de Karen Alfaro Monsalve (Escaparate), sobre las consecuencias sociales del desmantelamiento de la minería del carbón en la región del Biobío.
En Valdivia esos días se estuvo discutiendo acerca no solo de la importancia de poner en valor esos y otros vestigios del pasado industrial de las regiones australes de Chile y lo que representan, sino de en qué sería justo que consistiera esa patrimonialización que para ellos se reclama. Se sabe que en muchos casos, en muchas ciudades este tipo de ruinas han sido "rehabilitadas" para convertirlas en asépticos "contenedores de arte y cultura" o en simple ornamento para nuevos espacios públicos "de calidad", una manera de certificar el triunfo definitivo de ciudades debidamente higienizadas, que exhiben la superación ya definitiva de una historia hecha de combates y represiones. Otra opción sería dejar esos rastros como están, aceptar que el tiempo los vaya gastando, como seres vivientes que siguen siendo, respetando su sueño o su agonía; resignase a que los niños y los amantes los conviertan en cobijo para sus juegos furtivos; que los recorran fantasmas obreros y, en la noche, se escuchen todavía en ellos susurros de lucha; dejar que el follaje los invada como antiguos templos en los que habitan dioses en los que nadie cree; como ruinas de imperios demolidos o antiguas civilizaciones. Que estén ahí, dignos, envejeciendo y muriendo como lo que son: las ruinas de la clase obrera.
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