La isla secuestrada por las lunas de miel
Zanzíbar, un archipiélago de dos islas de Tanzania necesita al turismo, pero las malas prácticas, como el vertido de residuos o la sobreexplotación hotelera de la costa, amenazan su sostenibilidad
No hay catálogo de viajes que se precie que no muestre las playas de arena blanca de Zanzíbar bañadas por un agua azul turquesa tan brillante que casi hace daño a los ojos. Con sus hoteles de lujo a pocos metros del mar de mobiliario de bambú y maderas nobles. Sus plantas, y flores, y olor a clavo y otras especias. Y menús occidentales de cinco tenedores. Buen clima, atardeceres de ensueño, puertas de madera talladas a mano, buceo entre corales y avistamiento de delfines. Por las tardes, visita al spa o a la anciana capital, Stone Town, Patrimonio de la Humanidad. Así es uno de los destinos soñados de las parejas de recién casados, familias con niños y amantes de los placeres de la vida en general. Hasta aquí, la descripción que hacen las agencias de viajes. Pero ahora, vayamos a la otra realidad.
Zanzíbar es un archipiélago de dos islas —Unguja y Pemba— de apenas 250.000 hectáreas y situado a unos 80 kilómetros del país al que pertenece, Tanzania. Y no nos engañemos: necesita el turismo. El sector representa un 27% de su PIB y genera unos 50.000 empleos directos y otros 150.000 indirectos, según su Asociación de Inversores en Turismo (ZATI). Entre 1984 y 2014 pasó de 20.000 a más de 300.000 visitantes al año, la mayoría europeos y, sobre todo, italianos —los españoles fueron el 3,4%—. Y se pretende llegar al medio millón en 2020. Pero esta rápida expansión no ha ido acompañada de un crecimiento económico equitativo.
La explotación turística desde que se estableció el primer hotel en los años noventa hasta hoy, que suman casi tres centenares, ha traído beneficios, sí: empleo, ingreso de divisas, más infraestructuras... Pero también, como sucede en otras pequeñas islas, está poniendo en peligro sus ecosistemas y a sus habitantes —1,3 millones, de mayoría musulmana— debido a la degradación ambiental y los conflictos entre inversionistas y comunidades locales por la explotación de recursos.
La investigación Turismo en Zanzíbar: desafíos para un crecimiento económico favorable a los pobres ya alertaba en 2013 que, a pesar de los esfuerzos del Gobierno, el sector turístico tiene pocos vínculos con la economía local y, por tanto, un impacto limitado en la reducción de la pobreza. "Algunas de las razones de este fracaso son los intereses económicos de los inversores ricos y algunos funcionarios del Gobierno, la corrupción generalizada y la falta de políticas que conecten a las comunidades locales con el sector turístico", reza el documento.
Uno de los grandes desafíos para Aboud Yumbe, director de investigación y planificación política del departamento de Medio Ambiente del Gobierno es, precisamente, desarrollar un turismo sostenible. "Nuestro mayor obstáculo es la pobreza, que tiende a descarrilar todo mecanismo de planificación para el país", asegura el experto. El plan gubernamental Zanzibar Vision 2020 busca erradicarla para esa fecha y desarrollar un turismo, una industria y una agricultura sostenibles. No obstante, el 43,3% de la población vivía en 2014 con menos de un dólar y medio al día, y aún en 2016 solo el 47% tenía acceso a electricidad en casa y un 8% poseía ordenador, entre otros indicadores.
La gestión de residuos ha sido aterradora. Solo en la capital y alrededores se generan entre 150 a 200 toneladas al día
Aboud Yumbe, ministerio de Medio Ambiente del Gobierno de Zanzíbar
En las islas se libra una guerra silenciosa por los recursos con dos contrincantes bien diferenciados: desde las hileras de hoteles de lujo a pie de playa, empresarios que hacen negocio de manera no siempre limpia y sus clientes, ignorantes pero aún así cómplices del impacto medioambiental que suponen sus vacaciones. Puertas adentro, entre cultivos y palmerales, sobreviven comunidades de agricultores y pescadores que necesitan ese turismo y esos negocios pero que, a cambio, pierden otros derechos.
En Uroa, un pueblo en la costa Este con un puñado de alojamientos hoteleros junto al mar, se ilustra bien uno de los grandes problemas. Delante de los siete hoteles más cercanos al mar todo es pulcritud, pero detrás se amontonan montañas de basura, de plásticos… Ni siquiera los vecinos saben qué hacer con ella. En el archipiélago, y sobre todo en la isla de Unguja, se generan entre 250 y 300 toneladas de residuos a diario, cuando hace una década no llegaba a la mitad. Solo se recoge el 60%, según datos gubernamentales apoyados por Yumbe. "La gestión ha sido aterradora. Solo en la capital y alrededores se generan entre 150 a 200 toneladas diarias", sostiene.
En Uroa, sus preciosas playas se ven deslucidas a veces por latas oxidadas o plásticos de diversa procedencia. La costa, aun así, está más cuidada, pues el visitante espera encontrar lo mismo que ha visto en el catálogo de su agencia de viajes. Pero en el patio de atrás, entre la maleza y en las calles de arena de las aldeas, el deterioro es visible. Las caracolas y piedras blancas que el mar arrastró hasta allí se entremezclan con toda clase de porquería. Suleyman, un pescador de 35 años, cuenta que antes había más, pero que ahora saben cómo recogerla adecuadamente: "La llevamos a unas grutas naturales en el suelo, ahí no se ve", revela, convencido del buen hacer vecinal.
"La educación es el mayor problema de Zanzíbar y, si la gente carece de ella, piensa que el medio ambiente no es importante. Piensa que el plástico o el metal son biodegradables", defiende Yasir, que no quiere revelar su nombre verdadero por el riesgo que supone su trabajo. Coordina una empresa privada de capital sueco y noruego llamada Zanrec que se dedica a limpiar la isla y a reciclar todo lo que puede. Él y su compañero Björn, que tampoco aporta su verdadero nombre, denuncian que los grandes hoteles no realizan una gestión responsable de sus desechos. "Pagan en torno a 100 dólares al mes a vecinos, que la recogen con su camioneta", describen. Ojos que no ven, corazón que no siente.
El servicio que Zanrec ofrece es encargarse de esta labor a un precio de un dólar por habitación y día. En un hotel de 500 habitaciones, esto supone un total de 500 dólares diarios, un coste mayor que el de pagar a un camionero cualquiera. Pese a ello, en tres años y medio de actividad ha logrado hacerse cargo de 60 establecimientos. "Recibimos entre nueve y 12 toneladas al día y procesamos todo". El 55% es reciclable: plástico, cristal, metal y restos orgánicos que son separados en su planta de procesamiento, al norte de Unguja. "El plástico va a India y China para ser reciclado, el metal se queda aquí y se reutiliza, con el orgánico hacemos compost y el cristal se manda a un centro de reciclaje que tiene un hotel de por aquí llamado Kambani", enumera Yasir. Lo que no se puede recuperar lo mandan a la planta de Kibele, la mismo que utilizan los servicios de recogida municipales. "Pero el Gobierno recoge solo el 35% de la basura y el resto la quema".
Un camión destartalado y cargado de desperdicios avanza pesadamente por la vía que discurre paralela a la costa, hasta que se detiene a las afueras de Kingwenga, una localidad rodeada de hoteles de cinco estrellas con nombres tan sugerentes como Dream of Zanzibar (el sueño de Zanzíbar), Bluebay Beach (Playa bahía azul), o Tulia Unique Beach (Tulia playa única). A apenas cinco kilómetros de estos exclusivos resorts se encuentra uno de los, al menos, 30 vertederos que existen en el norte; este de Kingwenga es tan grande que se distingue perfectamente en imágenes tomadas por satélite. Ya desde la misma carretera se percibe el insoportable hedor. Justin es otro empleado de Zanrec y es zanzibarino, como el 95% de la plantilla. Una vez dentro del recinto a cielo abierto, señala un árbol frutal: “Aquí viene a parar la basura de muchos hoteles. Y luego estas papayas y mangos que se ven aquí son las que acaban consumiendo los clientes".
Unguja genera entre 250 y 300 toneladas de residuos a diario; hace 10 años no llegaba a la mitad
Parece imposible que algo pueda crecer entre tanta inmundicia. Entre las montañas de basura, varios hombres separan objetos con el afán de encontrar algo de provecho. No se ve el final de este paisaje; llega hasta donde alcanza la vista. Botellas de vino, champán y otros alcoholes, zapatillas de felpa de las que proporcionan gratis a sus clientes los hoteles más caros, multitud de botes de plástico vacíos de loción solar, cartones de leche, restos de comida pudriéndose al sol y llenos de moscas... Hasta facturas y otros documentos con el membrete de diversos establecimientos y con información sensible, como números de tarjetas de crédito. Salta a la vista que esto no viene de la población local. "No, no tienen acceso a muchos de estos productos ni costumbre de usarlos”, responde Justin. El empleado añade, no obstante, que es muy difícil impedir estas prácticas porque ni las empresas ni los recogedores de basura admiten este pacto. "Los hoteles no reconocen que ensucian la isla, los camioneros no quieren revelar quiénes son sus clientes por miedo a perder el trabajo. Pero lugares como éste no paran de aumentar".
En total, existen más de 5.500 habitaciones con unas 11.000 camas en toda la isla, un dato que refleja las dimensiones de un problema que desde la cadena española Meliá sí afirman conocer. Esta empresa posee en la misma zona de Kigwenga uno de los establecimientos más exclusivos. Preguntados por la existencia de los vertederos, fuentes de la compañía explican que, efectivamente, en las islas no hay un programa operativo de gestión de residuos, de manera que quienes los recogen no los clasifican o gestionan su segregación. Aseguran que las compañías turísticas se han dirigido en algunas ocasiones a las autoridades, sin haber obtenido respuesta. "En una ocasión contratamos a una empresa que supuestamente recogía los residuos de forma selectiva, pero los resultados no fueron los esperados. Tras investigar sus procesos, se descubrió que todo seguía volcándose en el mismo vertedero común", cuentan.
El hotel Meliá Zanzíbar tiene una planta de tratamiento de aguas residuales para no verterlas al mar, iniciativa que, entre otras, les hizo merecedores del premio Worldwide Hospitality Award en 2017. Afirman que cada día entregan sus desperdicios a compañías que los llevan a basureros oficiales, un servicio por el que pagan impuestos. "Sabemos que allí tan solo se reciclan las botellas de plástico, así que, visto que todo acaba en un mismo lugar, el hotel, que antes usaba contenedores de varios colores, ha dejado de hacerlo. Ante todo no debemos crear falsas expectativas o simular un tratamiento que no existe en la isla", dicen.
Conflictos territoriales
Los conflictos por el uso de las tierras entre granjeros, terratenientes y empresarios también están a la orden del día: unos mil anuales se producen, según estimaciones del director de la Comisión de Tierras del Gobierno, Mohamed Zuma. Entre 2006 y 2012 se llevaron a las autoridades 1.609, pero solo se resolvieron 383, y la mayoría tardan entre tres y cinco años, dice un estudio realizado por el Gobierno zanzibarí y el Ministerio de Asuntos Exteriores de Finlandia.
Un ejemplo de esta realidad se vive —otra vez— en Uroa, donde sus apenas 3.000 vecinos critican la construcción de esos muros con los que los hoteles se protegen de la subida de la marea y que amenazan su estilo de vida. Para un pescador o una recogedora de algas, lo que antes era un camino recto desde la puerta de su casa y sin obstáculos, ahora se ha convertido en la búsqueda de algún pasillo despejado entre las impenetrables fortalezas de lujo: "Hemos propuesto alternativas, pero el Gobierno no las tiene en cuenta porque solo escucha a estos negocios, que dan más beneficios", sostiene Suleyman. Ahora tarda más en llegar a su barca, aunque reconoce que vende pescado a estos mismos establecimientos y gana dinero. Los ingresos están asegurados mientras el mar tenga peces y los turistas lleguen.
En Uroa están, además, preocupados por la pérdida de superficie costera, por el riesgo de inundaciones que esto conlleva y, en particular, por el cementerio musulmán de 200 años de antigüedad, que está a menos de cien metros del mar. El conflicto surgió cuando uno de los hoteles que allí operan construyó un alto muro de contención para evitar que el agua llegase a sus jardines y, de paso, para ampliarlos. Este penetra desde la orilla como la proa de un barco enorme, dividiendo la playa en dos, lo que provocó que las corrientes marinas se desviasen y alcanzaran el camposanto. En dos ocasiones los vecinos presenciaron, horrorizados, cómo los restos óseos de sus antepasados emergían del interior de la tierra, removida por el agua. "Salieron los esqueletos a flote y los volvimos a enterrar", relata otro Suleyman, este de 63 años y también vecino de Uroa.
Los conflictos por el uso de las tierras entre granjeros, terratenientes y empresarios también está a la orden del día: unos mil anuales
En el camposanto no hay lápidas ni nada que se le parezca; tan solo dos árboles delimitan donde están los pies y la cabeza de cada difunto y, según la distancia entre ambos, se adivina si era un niño o un adulto. Está cubierto de maleza y ya no cabe nadie más allí, pero sigue siendo un lugar venerado. Para protegerlo, los vecinos están construyendo otra pared de un metro de altura donde la playa deja paso a la vegetación. “Lo estamos haciendo sin ayuda de nadie porque el Gobierno no nos escucha y el hotel no quiere ni reunirse con nosotros”, sostiene Suleyman, que lleva toda la mañana poniendo cemento y piedras con otros cinco obreros. "El establecimiento también quitó un banco de arena que tenía enfrente y eso ha aumentado la cantidad de agua que llega al pueblo".
Suleyman y sus compañeros de obra aseguran que se hizo ilegalmente, que nadie se ha querido reunir con ellos para buscar una solución y que el hotel presuntamente infractor tan solo ha tenido que pagar 26.000 chelines de multa (unos 10 euros) después de la denuncia de unos ambientalistas. Ningún responsable del alojamiento, llamado Palumbo Reef, ha respondido a las peticiones de este periódico para tratar el asunto.
Pero igual que Suleyman, el joven que vende su pescado a los hoteles, muchos vecinos reconocen que se benefician de la llegada de extranjeros porque hay más trabajo para ellos. Suleyman y su esposa viven del mar, y gracias a él alimentan y visten a sus cuatro hijos. Él pesca, ella recoge algas. Él tiene un bote propio y sale cada mañana con su hermano a las cinco o seis de la mañana. Captura changos, atunes y lo que pille. "Pescamos en grupo, compartimos barco y al volver algunos van a trabajar a los cultivos", relata. A las doce del mediodía ya está de vuelta y, después de separar lo necesario para comer en casa, se dirige a la lonja.
La educación es el mayor problema de Zanzíbar y, si la gente carece de ella, piensa que el medio ambiente no es importante Yasir, Zanrec
En la arena, los niños descaman los pescados con afilados cuchillos o apalean pulpos para que no se queden tiesos. A cubierto se escucha el griterío de los vendedores subastando la mercancía y los compradores elevando la oferta, y se encuentran especímenes marinos únicos, como morenas y calamares gigantescos, casi de novela de ciencia ficción. Por allí entremezclados, turistas curiosos con la piel enrojecida por el sol hacen fotos aquí y allá de tan exótico espectáculo.
"Diez mil chelines a la una, diez mil chelines a las dos... ¡Adjudicado a la señora!", se escucha en suajili a un caballero. A su lado, otro con delantal verde sostiene en alto un gancho con varios pececillos de colores. Otros dos jóvenes transportan una manta raya tan pesada que solo pueden con ella tirando de la cola. En medio de esa algarabía cuenta Suleyman que él gana unos 30.000 chelines cada día de media, unos 11 euros. "Nadie se sentiría satisfecho con lo que gano, me da para sobrevivir con mi familia, pero no para vivir con holgura", reconoce.
Ideas de negocio local
También se benefician del turismo Auni, y Moddi, dos amigos kenianos que comparten un dhow, el barco de vela típico de estas costas del Índico. Hace un año largo decidieron dejar su Lamu natal para hacer negocio en Zanzíbar y llegaron hasta las playas de Nungwi, en el norte. Su nave se llama Hope (Esperanza) y luce en lo alto una bandera jamaicana y otra del Che, pero ellos manejan el negocio con la misma seriedad que un empresario encorbatado, pese a que nunca se quiten el bañador y su piel siempre esté cubierta de sal. Por un módico precio, llevan y traen turistas todos los días a dar una vuelta por el océano hasta alguno de los islotes más próximos, donde el agua es más transparente que en ningún sitio y el silencio, absoluto. "Vienen de muchos países, sobre todo europeos. Les embarcamos, pasamos el día en alta mar, preparamos el almuerzo a bordo y facilitamos gafas, tubos y aletas para bucear", cuenta Moddi, que ese día lleva a Federica y Mar, dos amigas europeas residentes en la isla, a pasar su día libre descansando en la proa, bañándose y saboreando un sabroso plato de arroz con pollo y verduras y una ensalada de frutas tropicales.
También ha encontrado oportunidades Saturnino, de 35 años y nacido en Arusha, una ciudad tanzana a los pies del monte Kilimanjaro. Ha preferido la isla al continente porque el empleo es "un poco mejor". Dependiente en una tienda de recuerdos en la playa de Uroa, no tiene sueldo fijo. "Gano el 20% de lo que vendo", cuenta. Vive en la misma tienda para no pagar un alquiler y trabaja desde las seis de la mañana hasta las ocho de la tarde. "Los hoteles grandes no te dejan estar enfrente de su salida a la playa porque dicen que molestamos a los clientes, pero con los turistas nunca he tenido problemas".
Esto es Zanzíbar. Vacaciones de ensueño para muchos, una fuente de preocupación para otros: por las aldeas enteras que han perdido el acceso a la playa, la basura acumulada en vertederos, los litigios entre empresarios y campesinos por la propiedad de las tierras... El turismo y Zanzíbar se quieren y se necesitan, pero hoy por hoy parecen formar ya una pareja tóxica en la que uno hace daño a la otra.
Agua que sabe a sal
El agua es la primera de las preocupaciones de Aboud Yumbe, director de investigación y planificación política del departamento de Medio Ambiente del Gobierno de Zanzíbar. "Estamos enfrentándonos por primera vez a la posibilidad de que nuestros acuíferos costeros dejen de ser seguros", asevera. El agua del mar está llegando a la tierra; no solo invade la superficie, sino que también los acuíferos subterráneos. El principal factor que impulsa este fenómeno es que cada vez se bombea más agua debido al incremento de la población residente y visitante. "En las últimas décadas muchas personas decidieron perforar sus propios pozos, y nosotros sólo tenemos una fuente de recarga de agua: las lluvias. Y si no llueve, disminuye el agua disponible. Cada vez tenemos más demanda y se ha roto el equilibrio entre el agua dulce y el agua del mar. La gente está perforando pozos, pero están recibiendo agua salada, que no solo no es buena para la salud, sino que también corrompe nuestro sistema de tuberías". Ya en 2014, tan solo se satisfizo el 43,9 % de la demanda de agua, según datos reflejados en la encuesta económica del Gobierno de Zanzíbar. "Al bañarnos o lavarnos los dientes se nota que el agua es dura y salina", ejemplifica.
A Yumbe se le ocurren dos soluciones ante el problema de escasez de agua dulce. Una, la tecnología: instalar desaladoras a gran escala. Pero asegura que el archipiélago no se las puede permitir por el precio. La otra, aplicar regulaciones sobre la cantidad de agua subterránea que se puede obtener. Otra alternativa es que la Autoridad del Agua de Zanzíbar aplique regulaciones y controles efectivos sobre la cantidad de agua subterránea que se obtiene, algo que dio problemas en el pasado pero que, según Yumbe, ahora se está mejorando.
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