¿Donde están los chicos ‘perdidos’ de Eldoret?
Al menos un centenar de chicos ha desaparecido de esta ciudad del oeste de Kenia
A este lado del horizonte, entre las montañas azafrán de Eldoret, no hay mundos mágicos. Sólo niños perdidos. Más de un centenar. Aunque nadie sabe exactamente cuántos. Hace cinco años que comenzaron a desaparecer. A algunos los mató el pegamento. A muchos el VIH. A otros tantos la violencia de un gobernador que ha prometido limpiar de “ratas” la ciudad.
Yuma, un cuerpo sin apenas dientes, estaba allí cuando ocurrió. No era la primera vez que la policía acudía a las California Barracks, un cerro cubierto por desperdicios entre los que se cobijan más de medio millar de 'chicos de la calle'. Pero esta vez venían también los askaris, un cuerpo de seguridad del gobernador, y la temida Administration Police, la unidad de élite del Ministerio del Interior de Kenia. Cuando llegaron los primeros gritos, algunos de los jóvenes y niños trataron de huir. Yuma lo vio todo desde la distancia. Entre el humo del gas lacrimógeno. Vio como sus compañeros, otros chicos perdidos, eran empujados hasta el extremo último del basurero, el río Sosiani. Siete de ellos fallecieron ahogados. Algunos no habían cumplido ni 10 años.
“Quiero justicia”, brama este veinteañero sin infancia, con la voz ronca de las noches sin estrellas, desde la cama de hospital a la que ha ido a parar. Justicia para él, “porque ya no soy el mismo”, y para todos los chicos perdidos. Desde 2015, los activistas de la Ex-Street Children Community Organisation han documentado al menos una veintena de muertes violentas por las redadas de la policía. Hay más de medio centenar de desaparecidos y otros tantos fallecidos, con signos de violencia que aún no se han podido relacionar. “Al menos 10 chicos de la calle fallecen al mes en Eldoret. Yo he sido testigo de muchas de las autopsias”, asegura Peter Njenga, uno de los fundadores de la organización.
En el oeste de Kenia, entre las tierras fértiles de las montañas que llevan a Uganda, Eldoret es el destino de miles de migrantes rurales. Con ellos, apunta la coordinadora local de SOS Children’s Villages, Ogutu Jeniffer, lo hacen también los chicos de la calle: “Es una ciudad agrícola donde es más fácil para ellos sobrevivir, porque pueden conseguir comida mendigando por las calles”.
Hoy son alrededor de 3.000 los jóvenes con la piel desnuda y los horizontes ateridos que dejan pasar los días en cualquier rincón de la ciudad. Duermen, roban, mendigan. Sobreviven. A la espera de que en la noche no resuene el silencio. Porque cuando lo hace, saben que tendrán que correr. De nuevo. Como demasiadas veces.
“California Barracks”, última parada
—¿California Barracks? ¿Dónde es eso? Nunca había escuchado hablar de ese lugar, dice una chica.
Aunque apenas 250 metros lo separan del ayuntamiento, pocos en la ciudad vuelven la vista hacia el basurero de los chicos perdidos. “La sociedad hace oídos sordos a lo que pasa en las barracks”, sentencia Benson Juma, quien también fue chico de la calle, delinquió y a punto estuvo de quitarse la vida. En las cafeterías de Kenyatta Street, los jóvenes, como esa chica, hablan de los exámenes, de la película Fast and Furious 8 y de la Premier, la liga inglesa de fútbol.
“Los chicos de la calle no le importan a nadie”, continúa Benson. Solo cuando se producen robos y agresiones encuentran tiempo para ellos. “Los chicos de la calle no serán tolerados en este condado. Muchos han pasado de ser meros chicos de la calle a criminales”, advertía públicamente hace apenas dos años el vicegobernador de Uasin Gishu, condado al que pertenece Eldoret, Daniel Chemno. Justo cuando comenzaron las deportaciones.
“Organizaron una redada y nos arrestaron”. Era octubre de 2015. “Por la noche nos dijeron: “Os vamos a llevar a una casa de acogida”. Pero ese no era el destino. Cuando el camión por fin se detuvo, estaban a casi 200 kilómetros de Eldoret. A solo dos kilómetros de Uganda. Volver a la ciudad les llevó cuatro días. Caminando.
Por un instante, Yuma pensó en volver a casa. Al pequeño cobertizo que compartió durante años con su madre y sus ocho hermanos a las afueras de Eldoret. “Éramos muy pobres…”, evoca. Soltera y sin haber concluido la formación secundaria, su madre apenas ganaba lo suficiente para llevar un plato de ugali —la masa de harina de maíz básica en la alimentación keniana— a la mesa. A sus 10 años, Yuma era el hombre de la casa, pero se marchó para buscarse la vida en la calle. “Empecé a ir al mercado, recogíamos bananas, mangos, naranjas…a veces la gente se apiadaba de mí porque era muy pequeño”.
Los siguientes seis años los pasó en las barracks. En el vertedero. Esnifando pegamento. Huyendo del frío y del horizonte. En una ocasión intentó realmente volver a casa. Pero allí ya no quedaba nada para él. “Yo solo quiero justicia”, repite desde la cama en la que permanece postrado tras la enésima paliza de la policía. Recién operado de las heridas que le dejarán cojo de por vida, Yuma espera salir pronto del hospital.
— ¿Y adónde vas a ir cuándo salgas?
— Voy a volver a las California Barracks. No tengo otro sitio al que ir.
California Barracks, última parada.
La vida es eso que pasa entre botellas color azafrán
En Nandi Park, en la ruta que separa el centro de Eldoret de las aldeas donde crecen las bananas, los mangos y el maracuyá, los chicos de la calle sueñan con ser una de las Tortugas Ninja, para que no haya enemigo al que no puedan vencer. Da igual que sean los askaris, la policía militar o la maldita adicción a las botellas color azafrán. Esa que se llevó consigo a Benson Ebenyo.
“Habíamos esnifado demasiado pegamento, perdimos el control”, reconoce Kaki, otro de los cinco chicos que viajaba como polizón en un camión de transporte de vuelta desde Nairobi. Habían ido a la capital en busca de algo mejor, pero una semana después decidieron volver, desilusionados. Pero Benson estaba demasiado colocado para aguantar el viaje. En un momento de la ruta, un camino bacheado de más de seis horas, no se pudo sostener y el propio camión lo aplastó. “Fui corriendo a buscar ayuda, pero ya estaba muerto”, recuerda Kaki, que no mover las manos compulsivamente hasta que encuentra algo con que entretenerlas. Un zapato mugriento. U otra botella color azafrán.
Los demás chicos se arremolinan para escuchar la conversación. La mayoría no pasan de los 10 años. El más pequeño, envuelto en una manta con la figura de Donatello, una de las tortugas, apenas tiene unos meses. Su madre lo sostiene en brazos, junto a una cazadora rota y una botella que todavía alcanza para varios chutes. “Para sobrevivir en ese entorno tienes que robar, usar la violencia y drogarte”, sentencia Peter, de 15 años.
Marihuana, pegamento, brown sugar —un compuesto a base de heroína— y changa. Es la escalera de la drogadicción en las barracks. “Son muy fáciles de conseguir en el mercado, aunque ya no hay tanto brown sugar como antes. Ahora lo que abunda es el pegamento”. Peter está convencido de que las drogas inunden los bajos fondos de Eldoret a precios irrisorios forma parte de la estrategia deliberada del gobernador para librarse de los niños de la calle. “Si quisieran podrían detener su venta y evitar esto”, sostiene mientras tres chiquillos se pasan el último tiro de pegamento entre los coches aparcados junto al mercado. Unos metros más adelante, otros dos niños yacen tirados en la acera bajo el sol abrasador del mediodía. Los transeúntes los esquivan sin reparar siquiera en su sombra diminuta.
Al llegar al mercado, el ruido de los vehículos que atascados en la tierra multicolor tratan de avanzar entre la muchedumbre apaga el rumor que sube desde las California Barracks, donde la prevalencia del VIH alcanza ya el 45%.
“Cuidado si os acercáis allí abajo”, advierte el vendedor de chicles, un hombre enjuto, musulmán y a la postre el único que parece entender los tiempos propios del basurero. “Allí abajo”, junto al caudal encenagado del Sosiani, hay una hoguera encendida. Todos en las barracks saben lo que significa: brown sugar. Media docena de jóvenes permanecen alrededor del fuego. La mayoría están sentados junto a un árbol. Dos de ellos controlan que la heroína esté lista. Otro, algo más pequeño, vigila que nadie se acerque.
“¿Qué quieres? ¡Largo de aquí!”, grita al periodista. Solo la intervención del vendedor de chicles devuelve la calma a las California Barracks. Aquí no hay espacio para agentes exógenos. Pero sí para una historia más, la de Ouma y las manos húmedas, las mismas que aquel 22 de mayo de 2016 se zambulleron en las aguas sucias del Sosiani para rescatar el cuerpo de su amigo Asman Francis y arrojarlo todavía rezumante ante la oficina del Gobernador. En los días posteriores, otros cinco cuerpos aparecieron arrastrados por la corriente del río. Desde entonces, al caer la noche, la ribera del Sosiani se vacía.
“Limpiar la mala hierba”, acabar con las “ratas”
Tras unos años en los que la memoria del invierno sangriento de 2008, cuando la violencia poselectoral desangró el país, atemperaba cualquier discurso tribal, la llegada al poder del gobernador Jackson Mandago en 2013 recuperó la tensión étnica como eje de la vida política en Eldoret. De pronto, en las calles se volvía a hablar de “limpiar la mala hierba”, en alusión a los kikuyos, y de acabar con las “ratas” luhyas. Los niños de la calle, en su mayoría llegados de condados en los que los kalenjin, dominantes en la ciudad, no son mayoría, se convirtieron en la diana de una cruzada tribal. Pocas semanas después de la toma de posesión de Mandago, una veintena de chicos fueron enviados de vuelta con sus familias.
El programa de deportaciones pronto se reveló insuficiente para los planes del gobernador. Había demasiados niños y demasiados robos en Eldoret. De Kipkaren, un asentamiento de paredes de adobe y horizontes de zinc, no los podía echar. Así que los chicos fueron desapareciendo. Primero 25. Luego otros 40. “Desde que llegó al poder más de 200 chicos han desaparecido”, asegura Jacinta Nyambura. A su nieto, Kimani Mokero, hace casi cuatro años que no lo ve. “La misma noche que no volvió empecé a sospechar. Él nunca dormía fuera”, relata frente al bohío que un día compartieron y en el que hoy se cobijan del sol 15 miembros de su familia, incluidos dos de los hermanos de Kimani. “Fui a casa de unos vecinos: ¡su hijo tampoco estaba! Fuimos a otra casa, ¡definitivamente los chicos no habían vuelto”.
Al día siguiente, las autoridades les dijeron que habían sido arrestados. Veinticinco chicos.
— ¿Por qué?
— Solo nos dijeron que se los llevaron, pero que volverían. Lo cierto es que nunca lo volví a ver.
Cada mañana, Kimani y los otros chicos de Kipkaren recorrían los poco más de tres kilómetros que separan las chabolas del centro de Eldoret, en busca de algo de trabajo. A ellos les pagan 50 chelines (0,4 euros) por cargar cilindros de 50 kilos. A ellas, algo menos por lavar ropa.
En las semanas posteriores al arresto, los rumores se esparcieron por la barriada. En un terreno privado situado a pocos kilómetros de allí había aparecido una veintena de cuerpos. Jacinta acudió a la Policía y a los servicios sociales, pero “nos dijeron que no sabían nada”. Otros 40 chicos, de otro asentamiento cercano, desaparecieron también en las mismas fechas. “Ese mes fue cuando el gobernador dijo públicamente que había que limpiar esta ciudad, empezando por limpiarla de niños de la calle”, rememora Benson.
A la abuela Jacinta la angustia le ha oscurecido la mirada. Sigue sonriendo —lo hace por los niños, por sus otros nietos y bisnietos— pero cuando mira al horizonte el cielo siempre se vuelve oscuro. “Estoy vieja y muy cansada. Muchas veces pienso en abandonar, pero quiero justicia”.
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