Para invertir la tendencia a lo peor
De las elecciones podría salir un Gobierno dispuesto a negociar en serio con Madrid
En un mar de emociones, subjetivas por definición, flotan algunos datos objetivos de los que sería conveniente partir para encontrar una salida del laberinto catalán. La deslocalización de un millar de empresas en 20 días es importante como evidencia de los costes de la ruptura, negados por el procés. Otro dato sólido es la insuficiencia de los apoyos con que cuenta el independentismo. La mitad de los catalanes está en contra de la independencia, siendo irrelevante que el apoyo esté un poco por encima o un poco por debajo del 50%. En ambos casos sería insuficiente para legitimar un cambio tan radical y que afecta a millones de ciudadanos.
Entre lo objetivo y lo subjetivo está el dato de que, al margen de cual sea su opción de voto, una mayoría de votantes considera improbable que lleguen a ver una república catalana independiente. Lo que, unido a la dimensión de la manifestación antisecesionista del día 8, permite matizar en su contexto el auge del independentismo. Y está muy extendida la idea de que, pase lo que pase, al final habrá una consulta a la población catalana, y que a ella se llegará tras una negociación.
Pero ocurre que desde hace años los secesionistas solo aceptan negociar sobre la independencia, y el Gobierno dice estar dispuesto a hablar de todo excepto de la independencia. (Del mismo modo que los secesionistas solo querían hablar de la consulta, —referéndum o referéndum—, terreno vedado para el Gobierno). Cuando Puigdemont y los suyos hablaban de referéndum legal y pactado daban por sentado que la función del Ejecutivo español debería ser la de facilitar el proceso independentista y negociar con el Govern las condiciones técnicas de la votación (censo, mayoría necesaria, etc.)
Pero no se consideraba la posibilidad de una consulta en otros términos que sí o no a la independencia. En esas condiciones, Rajoy hizo bien en rechazar propuestas que claramente desbordaban los límites legales, pero hizo mal en no sondear posibles alternativas compatibles con la legalidad constitucional. Eso que suele denominarse “hacer política”. Por ejemplo, ofrecer a los gobernantes catalanes sustituir el referéndum dirimente entre propuestas excluyentes —que solo serviría para agudizar la división social provocada— por uno de ratificación del acuerdo negociado entre ambos Gobiernos: votar, pero sobre el acuerdo y no sobre el desacuerdo.
En todo caso, la oportunidad de recuperar el consenso por esa vía ya pasó, y la desobediencia explícita del Govern a instituciones y tribunales ha llevado al 155, camino constitucional expresamente previsto para situaciones como la planteada, y cuya virtualidad más importante es abrir paso a unas elecciones anticipadas en un plazo de seis meses, de las que pueda salir una mayoría diferente y abierta a una negociación política no condicionada por fuerzas antisistema como la CUP. Pero se trata de una posibilidad, no de una certeza, porque, dependiendo de otros factores, podría ocurrir que se repitieran los resultados de mayoría independentista en escaños y no en votos. Al parecer, Puigdemont consultó en el último momento con algunos colaboradores la posibilidad de convocar elecciones autonómicas —como desean más de dos tercios de la población catalana según un sondeo reciente—, para evitar la aplicación del 155. Si hubiera encontrado receptividad ya nos habríamos enterado.
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